En más de una oportunidad, Liliana Heker ha esgrimido un motivo, convincente por sí mismo, que le ha merecido una celebración íntima y, a la vez, pública, y se comprende: no cualquiera escribe una novela de peso a los ochenta años.

Y más allá de que ni las intenciones autorales ni los biografemas inscriptos en un texto suponen efectos literarios considerables o valiosos, una preocupación –vital– de Heker sobrevuela la hechura de Noticias sobre el iceberg, su última novela: cómo vivir la vejez, cómo vivirla a costa de un pasado que interrumpe constantemente para interpelar un presente que, a pesar de los años, se mantiene vigoroso y al acecho constante, y que azuza, algo ponzoñosamente, un futuro siempre por venir.

En el caso puntual de esta novela, la preocupación hace carne -y mella- en Greta, una escritora octogenaria que se ganó un renombre precoz y supo saborear con su ópera prima, a los jóvenes 22 años, las mieses del reconocimiento crítico y lector. Luego de su segunda y flamante novela, no obstante, por razones privadas (que ella misma cree conocer demasiado bien) se llama a silencio y desaparece, sin más, de la palestra pública.

En la actualidad, a sus setenta y siete años, Greta ha accedido, por fin, a recibir a dos jóvenes para que la entrevisten: Marcos, estudiante de Periodismo, que espera recibirse con una tesis centrada en el reportaje en cuestión, y Albertina, su achispada amiga.

Liliana Heker y su prosa característica

Noticias sobre el iceberg bucea con la prosa característica de Heker –henchida de rumia desbordante y digresiones recurrentes– en la sinuosa mentalidad de la protagonista. Frente a los jóvenes –frente al hecho de volver al ruedo público–, las dudas e interpelaciones de Greta para consigo misma son irrefrenables.

Neurótica perseverante e infatigable, basta un objeto, una palabra, un sonido, un gesto, para que las asociaciones mentales despierten y perturben tanto su ánimo como el desarrollo lineal de la historia. Si bien alguna de las intervenciones de los jóvenes atiza el recuerdo (y la identidad) de Greta, se torna en cierto sentido evidente que la entrevista la tiene a ella misma –por decirlo sin mucho vuelo– como productora y consumidora.

En otras palabras, ha llegado la hora de escuchar, gracias a la presencia de Marcos y Albertina, lo que, cerca del fin de su vida, tiene para decir Greta sobre su paso por la tierra: sobre su pasado y su presente, para articular, a partir de estas reflexiones, el modo en que enfrentará lo que reste por vivir.

Greta se ha subsumido en la oscuridad privada incapaz de lidiar con un objetivo y un deseo, en verdad, de juventud: concebir la ficción, la novela total que condensará y multiplicará simultáneamente toda una –para utilizar un término caro a Heker– “cosmovisión” personal. Resuenan, así, los culposos versos borgeanos: “Has gastado los años y te han gastado, / Y todavía no has escrito el poema”.

Imaginación y experiencia al servicio de la literatura

Heker es de la clase de autoras –de otro tiempo– que instigan su vida  –su experiencia y su imaginación, sus días y sus noches– para ofrecerla al servicio de la literatura. En este sentido, lo que puede jugarse en una ficción para Greta resuena también en la concepción autoral.

Por caso, lo que afirma la protagonista, con cierta altisonancia espasmódica, respecto de la constitución de su obra: “hay pedazos de mi alma en cada ficción, pero encontrarlos no es moco de pavo, se cuelan, se diluyen, se disfrazan, se burlan de mí agazapados detrás del episodio más inocente, revelan tramas ocultas que ni en mis sueños más audaces pensé en revelar  (…) una alquimia prodigiosa esta de la construcción de una ficción pero andá a desentrañarla si te da la brujería”.     

En esta imbricación grandilocuente y vital se cristaliza una forma de entender la literatura (y, del mismo modo, al autor) que desnudan, a su vez, la pertenencia de Heker a un contexto en el que las letras, el arte, el intelectual, revestían un peso social desvanecido hoy día.

En el cruce de Greta con sus jóvenes interlocutores se desliza, a fin de cuentas, un deseo: que ese valor pretérito, por imperceptible que pueda lucir, permanezca del modo que sea. “Hay algo que ella cree está transmitiendo,” –sostiene la narradora– “el resabio de un tiempo tal vez, cierto ingenio, cierta belleza de otro tiempo, algo que a causa de su alegría, o del amor por lo que dice, tal vez deja filtrar la luz de otro tiempo”.  

Lo cierto es que los jóvenes de Heker parecen también –en su fascinación ciega por Greta, la gran escritora, y en el poder que le atribuyen a la ficción– jóvenes de ayer. Tal vez se cuele allí una obsesión irrenunciable para Heker: ¿cómo puede vivirse (y cómo la juventud puede vivir) sin el portentoso horizonte que postula la literatura?

         Porque, después de todo, Noticias sobre el iceberg es menos un conjuro contra la muerte esgrimido desde la vejez que un intento por reconfigurarse, por repensar una vida que, octogenaria y todo, se mantiene ansiosa por seguir reconociendo el milagro detrás de cualquier minucia, la luz perlada en el corazón de la tiniebla. Y es probable que en esa empresa la literatura tenga, todavía, algo por decir.