Vladimir Putin se encamina a la reelección con la certeza de que cuenta con el apoyo abrumador de la sociedad rusa, pero con la incertidumbre de si eso alcanzará para que el resultado exprese la contundencia que necesita ante los desafíos que debe enfrentar en el exterior. Todas las encuestas le dan un 70% de aprobación al presidente, pero una escasa participación electoral podría «bajarle el precio» ante la mirada de los gobiernos occidentales. Es que Alexei Navalni, famoso por su blog y su participación en medios extranjeros y su encarnizada oposición a Putin, llama a una «huelga de votos». Se descuenta que esos mismos medios con los que colabora, como Forbes sin ir más lejos, computarán a favor de él a cada ciudadano que se quede en casa en lugar de ir a las urnas. En los comicios pasados, año 2012, desde las redes sociales Navalni había denunciado irregularidades y miles salieron a las calles en señal de protesta, lo que fue foto de tapa y motivo de debate durante semanas. Un año después fue hallado culpable de malversación de fondos y por ese antecedente lo inhabilitó la justicia electoral.

Una de las razones de la indudable popularidad de Putin, según pudo comprobar Tiempo, es que en esta última gestión profundizó una política exterior que para las mayorías «devolvió la dignidad al pueblo ruso». La Federación Rusa perdió gran parte de los territorios de la Unión Soviética pero sobre todo perdió influencia internacional y sufrió humillaciones a todo nivel. Putin se plantó firme ante Washington por la cuestión siria y ante el golpe de Estado proeuropeo en Ucrania, en 2014, movió las fichas de modo de que los habitantes de Crimea votaran volver al cobijo de Moscú. Esto generó el rechazo occidental, pero levantó el orgullo nacionalista acallado por casi dos décadas. 

A este mismo orgullo apeló Putin en su último mensaje electoral. «Ejerzan el derecho a elegir el futuro de nuestra amada y gran Rusia», arengó. El clima externo lo amerita. La Unión Europea, Estados Unidos y el propio gobierno del Reino Unido salieron con los botines de punta contra Putin por el envenenamiento del exespía Sergei Skripal y de su hija Yulia, el 4 de marzo pasado en Salisbury, al sudoeste del país. 

Apremiada por el exiguo nivel de aprobación, la primera ministra Theresa May aprovechó el caso Skripal para también poner sobre el tapete la cuestión nacionalista. Para The Independent, la dirigente conservadora –en medio de las negociaciones por el Brexit y una crisis económica que no puede superar– se mira en el espejo de Margaret Thatcher tras la recuperación argentina de Malvinas, en 1982. 

Así, acusó directamente a Putin por el envenenamiento del hombre intercambiado por otros espías en 2010, nacido en Kiev y condenado en Moscú por haber sido doble agente para Rusia y Gran Bretaña. 

El miércoles, May anunció la expulsión de 23 diplomáticos rusos a los que acusó de ser agentes de espionaje no declarados. Parece que se dieron cuenta recién cuando Skripal, de 66 años, y su hija de 33, fueron encontrados en estado comatoso en un banco público frente a un shopping.  Ayer, Putin respondió golpe a golpe: echó a 23 diplomáticos británicos, pero además ordenó cerrar el consulado en San Petersburgo. 

Londres asegura que los Skripal fueron envenenados con Novichok, un potente agente nervioso desarrollado en los ’70 por la URSS y que sólo en Rusia se consigue. Sin embargo, se negó a mostrar las pruebas y a permitir que peritos rusos viajen al Reino Unido para colaborar en la investigación, como reclamó el canciller Sergei Lavrov. 

Sin embargo, esta hipótesis tiene algunas fisuras. Expertos occidentales mantienen sus dudas sobre incluso la existencia del Novichok, un químico más potente que el gas sarín o el VX, armas de destrucción masiva prohibidas por Organización para la Prohibición de las Armas Químicas, que en 1993 amplió el alcance de la Convención de Ginebra de 1925.

Se conoce de la existencia de este veneno por Vil  Mirzanyanov, un científico ruso que publicó en los ’90 un libro sobre el proyecto de armas químicas de la URSS del que asegura haber participado como miembro del Instituto Estatal de Investigación Científica de Química Orgánica y Tecnología (GNIIOKhT). Condenado por traición, terminó en Estados Unidos, donde en 2007 en State Secrets (Secretos del Estado), reveló la fórmula del Novichok y dijo que Rusia ya había desarrollado compuestos mucho más potentes. 

Pero en 2016, recuerda Craig Murray –exembajador británico en Uzbekistán y exrector de la Universidad de Dundee–, el jefe del Laboratorio de Detección de Armas Químicas del Reino Unido, Robin Black, publicó en una revista científica que no hay muchos datos comprobables sobre el Novichok ni sobre su composición química. Dato a tener en cuenta: el centro que dirige Black está en Porton Down, a unas 8 millas de donde residían y fueron encontrados los Skripal.  Por otro lado, la Junta Asesora Científica de la OPAQ no reconoció a Novichok como agente químico. 

Si Mirzanyanov tiene la fórmula y trabajó en la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey desde que ingresó a EE UU, en 1995, ¿cómo es que sólo los rusos podrían tener el compuesto que envenenó a los Skripal? Otra: ¿cómo se hizo para detectarlo, si en Porton Down no lo conocen? Finalmente: ¿cómo es que hubo acuerdo entre todas las potencias para no incluirlo en la lista de la OPAQ? 

Los antecedentes de uso de las armas de destrucción masiva como argumento político no ayudan a la credibilidad, tampoco. Baste recordar la excusa para la invasión de Irak, en 2003. Dos años antes, y a poco de los atentados del 11S, sobres con esporas de Ántrax, otro potente tóxico, fueron enviadas a políticos con un saldo de cinco muertos. El gobierno de George W. Bush se apuró a acusar a Al Qaeda, pero los sobre habían salido de un laboratorio de armas químicas y biológicas de Estados Unidos. Nunca más se habló de este incidente. «