Más de la mitad de los y las jóvenes argentinos de entre 18 y 24 años fueron alcanzados por el IFE. Si bien es un dato que llama la atención por su contundencia, no hace más que reflejar las problemáticas estructurales que los atraviesan: uno de cada cuatro no consigue trabajo y aquellos que trabajan son en su mayoría informales. Ante esta situación, ¿cómo podría una reconversión del IFE colaborar en un tránsito hacia una mayor protección de las trayectorias educativas y laborales de la juventud?

El Estado argentino protege a través de la asignación familiar a los y las menores de 18 años, hijos de trabajadores registrados, y mediante la AUH a aquellos cuyos padres o madres se encuentran por fuera de un esquema de protección laboral. En el otro extremo, la población mayor de 65 años también se encuentra amparada por la jubilación, incluyendo a quienes no hayan podido realizar aportes a través de la moratoria previsional. Sin embargo, no existe una cobertura para quienes se encuentran por fuera de la protección asociada al trabajo registrado, aún cuando representan poco más de la mitad de la población económicamente activa (PEA). Los y las jóvenes, en este marco, son los más vulnerados: el 75% se encuentra desprotegido.

Uno de cada cuatro jóvenes está desocupado y tiene tres veces menos posibilidades de conseguir trabajo que otra persona de mayor edad. Esto se refleja en la precariedad de las condiciones de los que sí pueden emplearse: seis de cada diez no están registrados en la seguridad social. En situación similar se encuentran aquellos que buscan crecientemente en el cuentapropismo una alternativa para la generación de ingresos, pero carecen de derechos tales como licencias pagas, aportes jubilatorios, entre otros.

El IFE también alcanzó a jóvenes no percibidos estadísticamente como “activos” (debido a la unidad conceptual aparente entre actividad y trabajo remunerado), pero cuyo acompañamiento debe ser considerado para el fortalecimiento de un mercado de trabajo calificado y protegido: aquellos que optan por no ocuparse laboralmente para dedicarse a continuar con su formación educativa.

En Argentina, dos de cada tres jóvenes que no trabajan, estudian.  Muchos de ellos  pertenecen a hogares con vulnerabilidad de ingresos, lo cual supone un gran esfuerzo personal y familiar en el que la continuidad educativa deviene frecuentemente la variable de ajuste ante las exigencias económicas.

Los y las jóvenes de menores ingresos son quienes tienen menos posibilidades de lograr una complementación de estudios y trabajo (Pérez y Busso, 2010). Por un lado, suelen encontrar mayores dificultades para acceder a puestos de trabajo protegidos que les permitan estudiar, y por otra parte, suelen participar activamente (sobre todo las mujeres) en las tareas de cuidado del hogar que, a diferencia de quienes cuentan con mayores ingresos, difícilmente son tercerizadas.

Los y las jóvenes de bajos ingresos que se emplean de manera precaria tienen una mayor tendencia a continuar precarizados que los de ingresos más altos. Es fundamental proteger estas trayectorias educativas (como viene haciendo el Estado a través del medio millón de becas Progresar), del mismo modo que es menester estimular y apoyar la capacitación y formación laboral de los y las jóvenes desocupados, para mejorar sus posibilidades y condiciones de incorporación al mercado de trabajo con pleno acceso a derechos.

La reconversión del actual IFE para los y las jóvenes en una herramienta que acompañe su formación es un camino necesario para torcer el supuesto naturalizado de precarización laboral. Transformar una medida de contención de la emergencia en una apuesta por ampliar la cobertura de la seguridad social y mejorar el acceso y las condiciones de inserción laboral de los y las jóvenes sería sin dudas un acierto de un Estado que recupera en tiempos de crisis, una oportunidad.