La previa no es el mejor momento para hacer payasadas. «No insista, señor. Sin el maquillaje no tiene gracia. Debe aguantar unos minutos, que ya casi comienza la función. No sea chiquilín», exige Bryan Palacios, al tiempo que esparce un poco de base rosada en sus generosos pómulos. Con tiernos 26 años de vida, y curtidos 20 ejerciendo como payaso, Bryan es una de las estrellas rutilantes del Circo Rodas. En la temporada alta por las vacaciones de invierno, la histórica compañía, que festeja sus 35 años, ancló su colosal carpa aurinegra en el estacionamiento del Parque Comercial Avellaneda, a pasitos de la autopista que une Buenos Aires con La Plata. 

Bryan cuenta que lleva el ADN circense en los genes. Nació, literalmente, en una carpa, la del Orfei: «Mamá era contorsionista, y papá, domador de leones. Estaban de gira por Italia. La cigüeña me dejó en la ciudad de Nápoles.» Es sexta generación de cirqueros. Las raíces de su árbol genealógico artístico-itinerante pueden rastrearse desde el lejano 1823. Sus tatarabuelos belgas tenían una troupe en el Viejo Mundo. Luego, se asociaron con el mítico Sarrasani. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Europa no era tierra fértil para andar sembrando alegría. Entonces, decidieron cruzar el gran charco y traer sus artes a Latinoamérica. Desde hace 100 años, la recorren de punta a punta. «No soy de aquí, ni soy de allá –asegura Bryan, mientras ajusta sus zapatones–. Somos nómades. Tengo familiares desperdigados por todo el mundo. Con suerte, los veo cada diez años.»

A su hermana Luzian la ve bastante más seguido. Desde hace dos años, comparten el escenario. «Había renunciado el otro payaso y me ofrecieron el puesto. Al principio tenía muchos miedos, porque hay que tener coraje para ser payasa. Es un oficio tradicionalmente masculino. El primer día me temblaban las piernas y tenía cara de payasa triste. Pero después me fui soltando. Siempre me gustaron los retos y acá me ve, vivita y coleando», asegura la señorita. 

Prestos para salir al ruedo, nariz colorada y trajes en perfecta sintonía, los hermanos no olvidan las influencias del mejor de todos los tiempos: Carlitos Chaplin. También de los italianos, y más contemporáneos, Fumagalli y David Larible. «Payaso se nace, señor –asevera Bryan–. ¿O acaso cree que cualquiera le pude sacar una sonrisa a un niño?» Su hermana lo mira con desconfianza, luego estalla con una estrepitosa carcajada y agrega: «Nosotros tenemos alma de payaso. Hay días que antes de dormirme, apoyo la cabeza en la almohada y pienso que tengo el mejor trabajo del mundo. Y eso se lo digo bien en serio.» 

Pan y circo

Señoras y señores. Chicas y chicos. Acomódense en sus butacas. La función está a punto de comenzar. El presentador Cristian García afina su garganta junto al telón. El oficio de crear climas con su voz lo heredó de su abuelo, Arturo Sifon. «Arranqué en el circo familiar, soy quinta generación. Hace tres llegué al Rodas, es como jugar en las ligas mayores», revela. Luce una elegancia digna de un príncipe, que corona con un jopo. En su métier, ansía llegar al nivel del «Chango» Clavero, el «dios de los presentadores»: «Estuvo tres décadas en este circo. A la hora de narrar las rutinas, intento copiar su forma de cautivar al público. Es difícil, porque estamos atados a los imprevistos. Esto es en vivo, se puede lesionar un artista o se rompe un aparato y hay que largarse a guitarrear.» De repente, la música empieza a sonar bien fuerte desde los parlantes. Cristian recibe el llamado del deber: «En serio, nunca tuve la más mínima intención de salir de este mundo. Mire, tengo casa en Luján de Cuyo. Cuando estoy allá, llegan las siete de la tarde, el horario de la función, y siento que me falta algo. Debe ser esto…», y señala las tribunas.

El camarín está montado en un conteiner. Luis se pone una camisa reluciente y luego sopla una balada triste con su trompeta. «¿Por qué la gente sigue viniendo al circo? La verdad que no lo sé. Quizá por la magia de ver en vivo a un mago, a un acróbata, eso no pasa nunca de moda. Es raro, pero en esta época de Internet y de pantallas en todos lados, la fantasía no cambia.”
 Su compinche Moisés, trapecista chileno, cree que la clave es mantener el equilibrio entre la vieja guardia y la nueva ola: «Hay toda una nueva camada de artistas que son muy profesionales. Nosotros lo llevamos en la sangre, pero eso no te garantiza ser el mejor. Hay que ensayar todos los días y no perder el tiempo.» Ya lo explicó el escritor Ben Hecht: «el tiempo es como el circo: levanta campamento y se marcha». Antes de despedirse, Moisés recuerda épocas más feroces del gremio. Cuando las medidas de seguridad eran escasas y los animales salvajes formaban parte del show. «Ahora se cuida más al trabajador. Y hay decretos que prohíben la participación de animales. Antes era muy común, yo les daba la mamadera a los leones hasta que cumplían los tres años. Es difícil que un chico criado en un circo no tenga una marca –cierra y se señala una cicatriz en su rostro–. Yo tengo está caricia que me dejó un puma.» 

Dominique tiene los huesos de plástico. En su rutina, pone el cuerpo al servicio del arte del contorsionismo. «La preparación empieza, como mínimo, 30 minutos antes de salir a escena. La formación, mucho más atrás, para ganar en la elasticidad de los huesos y los tendones. Practico desde los tres, hoy tengo 15», dice la muchacha, mientras elonga cerca del escenario. Su maestro fue su padre, uno de los electricistas de la compañía. Dominique no puede imaginar su vida fuera de la carpa: «Me crié acá, como la mayoría de los 140 trabajadores que se ganan el pan en el Rodas. Y no digo que sea fácil esta vida en movimiento. Pero es la que elegí. Y no me arrepiento.» 

Los dueños del circo

El cónclave de la familia Gómez se da poco antes de subir las escaleras que llevan al cielo de la carpa. En pocos minutos estarán columpiándose a 13 metros de altura. No es tiempo de andar sacando trapitos sucios ni viejas disputas de alcoba. El número exige concentración máxima y, sobre todo, trabajo en equipo. «El nuestro es un acto de arrojo, con mucha valentía.  Participan mi marido, mi hijo y mis hermanos. Si hay problemas, quedan acá abajo. Trabajo es trabajo», se ríe Karen, la matriarca chilena de las Águilas Humanas. Entre las proezas que realizan alto en el cielo, se pueden destacar el «cruce de la muerte» y el «triple salto mortal», prueba máxima de la disciplina. «Seguro que nos gusta el riesgo, señor –asegura–. Las palmas del púbico nos hacen olvidar el dolor de las caídas.» 

Es momento del número estelar de la tarde, el «Globo de la Muerte». Un aro de acero, seis motociclistas girando a 80 kilómetros por hora y toneladas de adrenalina. Julio César Bastías prepara su bólido. «Acá juegan las máquinas, pero también el factor humano. Hay que conocerse al dedillo, si no vienen los accidentes», explica el piloto. «A veces pienso que mucha gente está esperando el momento de la caída. Cada vez que termino tengo una sensación de victoria inigualable», sentencia al ponerse el casco. Antes de salir volando a escena, acelera a fondo y dispara: «Muchos dicen que la vida del circo es para vagonetas, porque no hay que levantarse a las seis de la mañana o cumplir un horario de oficina. Puede ser. Pero este es mi laburo, un trabajo bien libre, que le trae alegría a la gente. La vida del artista es así.» «