No todos los mitos son amados; no todos los mitos son heroicos. No todos los héroes se vuelven míticos; no todos los héroes son amados. Las combinaciones son pocas, pero los ejemplos muchísimos. Hay mitos que solo funcionan como referencia de una cultura o como argumento psicoanalítico, pero no organizan nada más –es difícil encontrar sujetos que maten al padre, se acuesten con la madre y en el intervalo resuelvan dilemas propuestos por esfinges mientras caminan por ahí–. Hay héroes inventados, hay héroes verificados por la historia; hay héroes estatales, consagrados por instituciones que, redundancia, los instituyen para proponer modelos de vida y conducta –de obediencia y sumisión, de ser posible–. Hay héroes antiestatales, rebeldes contra esa obediencia y esa sumisión, que invariablemente (o casi, aunque ahora no se me ocurre ninguno) terminan muertos por el Estado (estos suelen ser más amados que los otros).

Lo que es difícil de hallar es la combinación virtuosa de todos los elementos, e inevitablemente eso necesita de un adjetivo: héroes populares, mitos populares, amores populares. Esto no significa profesar un populismo berreta del estilo “vox pópuli-vox dei”: los pueblos también se mandan soberanas macanas, como es bien sabido, aunque hay algo de la larga duración –no una semana, no cuatro años; hablo de décadas– que termina siendo irrefutable. Tampoco significa afirmar que cualquier cosa con más “popularidad” que nosotros, los giles y gilas, las gentes ordinarias, se merece el adjetivo: una cosa es ser conocido, célebre –mejor: celebrity– y otra cosa es ser, densamente, popular. Me gusta seguir pensando el adjetivo como mucho más que un error de la estadística, parafraseando a Borges. Me empeño en usar “popular” con un sentido de clase: los pueblos son las clases populares, las clases subalternas, las clases plebeyas. Entonces, superar la prueba de ser, a la vez, un héroe popular, un mito popular y un amor popular, es una empresa reservada a pocos y pocas elegidos y elegidas.

Comencemos a hacer esa lista. Pensemos también quién tiene la condición, ya excesiva, de que ese amor sea, incluso, un poco transclasista. Y más aun, que ese amor sea compartido por hombres y mujeres. Y doblo la apuesta: que ese amor exceda, para colmo, los límites de una comunidad nacional e incluya, por poner ejemplos meramente casuales, a bangladesíes y a napolitanos.

La lista es muy corta: se llama Diego Maradona, a veces se llama Diego y a veces se llama Diegó. Es una especie muy extraña: es una clase de uno. Un héroe popular que se vuelve mito popular –un lejano 12 de junio de 1986– y sobre el que se deposita un inmenso amor popular. En esa combinación, no hay pueblo que pueda mandarse macanas: aquí sí, por algo será, algo habrá hecho. «