El compromiso firmado con el FMI presenta varias aristas. Por un lado, el Acuerdo de Facilidades Extendidas suscripto entre Martín Guzmán y el staff del Fondo no se limita a imponer condicionalidades en materia fiscal o monetaria, sino que avanza fijando objetivos de acumulación de reservas y hasta poniéndole un techo al crecimiento económico de, al menos, los próximos cuatro años.

En lo inmediato, entonces, la Argentina convino someterse a revisiones trimestrales para certificar el cumplimiento de metas cuantitativas, de cuyo cumplimiento dependen los futuros desembolsos. De este modo, el FMI queda en posición de provocar las mismas turbulencias financieras que se supone vendría a despejar, otorgándole al organismo no tanto el poder para alejar un eventual default, sino más bien la facultad de declararlo en el momento que considere oportuno o conveniente para los intereses del propio organismo que aprobó los inéditos desembolsos de los años 2018 y 2019, contraviniendo sus propios estatutos, procedimientos y revisiones.

Todo empeora si tenemos en cuenta que, a las calamidades económicas, se añaden otras no menos relevantes, al haber eximido de facto a Macri y al propio Fondo de sus responsabilidades políticas (no así judiciales) por el Stand-by firmado a las apuradas en 2018.

En el horizonte próximo, por otra parte, se vislumbra un escenario aún más aciago cuando consideramos el perfil de vencimientos que nos espera para el periodo 2026/2032, que supera la friolera de USD 20.000 millones anuales al agregar los pagos a bonistas privados cuyas tenencias fueron reestructuradas por Guzmán en el 2020.

Podría argüirse, que “no hay otro camino”, y que la aceptación del programa votado por más legisladores opositores que oficialistas se justifica en la evitación de males mayores. Al igual que la mayoría de quienes rechazaron o se abstuvieron durante el tratamiento parlamentario del proyecto del Ejecutivo, creemos que existían (y todavía existen) otras alternativas.

Que la foto no tape la película

El anuncio del entendimiento con el Fondo se produjo con las reservas diezmadas, con casi USD 3.000 millones de cuotas de capital e intereses a punto de vencer, y, sobre todo, con un pueblo ajeno al descomunal proceso de endeudamiento público legado por el gobierno de Cambiemos.

Para algunos, el escenario lucía complicado para una confrontación con el Fondo Monetario o su mandante, el gobierno de los Estados Unidos. Pero, ¿por qué y cómo llegamos hasta éste escenario?

La Argentina, al igual que el conjunto de la humanidad, atravesó una situación absolutamente excepcional debido a la pandemia. En este marco, justamente, nuestro gobierno tomó decisiones tan decididas como audaces para acelerar la llegada de vacunas y reconstruir rápidamente un sistema de salud que había sido desguazado y desfinanciado durante la breve pero arrasadora gestión de Cambiemos. Fue auspiciosa también la instrumentación del Aporte extraordinario a las grandes fortunas.

Curiosamente, y pese a estar transitando el mismo singular contexto, el gobierno de Alberto Fernández decidió regirse por una lógica errática  al momento de encarar las negociaciones con nuestro acreedor privilegiado. Relativizando el rol del FMI a lo largo de toda su historia, se apostó a la comprensión del nuevo management del organismo, cayendo en la ilusión de que (esta vez sí) tratábamos con “un nuevo Fondo”, dispuesto a reparar sus errores del pasado y con una sensibilidad acorde a la tragedia generada por la pandemia.

El gobierno desoyó los consejos del General Parón, quien advirtió tempranamente cuales eran los objetivos fundacionales del organismo creado durante los acuerdos de Breton Woods

Por primera vez en muchos años, el bienio 2021/2022 arrojó un enorme superávit de balanza comercial, equivalente a unos USD 27.000 millones a los que sumaron los 4500 millones en DEG que giró el FMI.

Llamativamente, dicho saldo no se utilizó para fortalecer reservas o estimular la demanda agregada. Muy por el contrario, esos dólares se fueron por la canaleta del adelanto de importaciones, los giros al exterior de empresas endeudadas en dólares durante la gestión macrista, y pagos por casi USD 5.000 al propio FMI. En lugar de mejorar la posición en divisas del Banco Central, condición ineludible para afrontar una corrida cambiaria en el marco de una dura negociación con acreedores externos, el gobierno tomó otra decisión.

Adicionalmente, se encaró la disputa con el organismo multilateral de crédito sin señalar el carácter ilegal e ilegitimo de la deuda contraída por Macri en los diversos foros internacionales donde se pudo haber denunciado la irregularidad en la que incurrió el propio Fondo, impulsado por una decisión política del ex Presidente Trump, ni comunicar debidamente a la Nación el carácter ruinoso de la operación de crédito en la que nos embarcó el macrismo, ni habiendo movilizado al pueblo en defensa de los intereses nacionales de las actuales y futuras generaciones.

En definitiva, se encaró la negociación como si se tratase de un debate académico entre especialistas y burócratas del Fondo, en lugar de plantear un escenario mínimamente acorde tanto a los apremios actuales como a los penosos antecedentes históricos. Si bien la pandemia dominó casi la totalidad del quehacer humano y el aislamiento social fue la regla, no hubo voluntad ni decisión política alguna para involucrar al enorme activismo con el que cuenta el Frente de Todos; mucho menos al Pueblo en términos amplios y generales, pese a que nos enfrentamos a un debate medular que marcará seguramente el destino de varias generaciones porvenir.

Todo tiene que ver con todo: si llegamos con la soga al cuello es porque la estrategia elegida para afrontar tamaño desafío no fue la adecuada; o bien porque nunca se contempló la confrontación como mecanismo para dirimir este tipo de controversias.

El mito fundante del consensualismo.

Una parte significativa de la letra chica que dio origen al Frente de Todos, aunque escrita en tinta limón, partía de un supuesto: la derrota de la fórmula Scioli-Zannini en el 2015 fue producto del excesivo nivel de confrontación de CFK en su última etapa de gobierno.

Desde ese supuesto se elaboró lo que podríamos llamar “teoría Fastix”, consistente en un intento por sellar la grieta que atraviesa a nuestra sociedad mediante el gesto de tenderle la mano a los grupos económicos; es decir, desalentando la confrontación como mecanismo para recuperar la renta perdida por los sectores populares durante el macrismo.

Esta tesis bautismal fundó un modo de gobierno consensualista, casi ecuménico, que excluyó el conflicto como modo de reparación de las desigualdades inherentes a un país capitalista y subordinado, como el nuestro. Al hacerlo, por cierto, terminó borroneando las marcas identitarias de la narrativa y la épica kirchnerista.

Como plantea el sociólogo sueco Walter Korpi, los consensos no se sostienen en el vacío, sino que son derivaciones de conflictos pasados. Ningún derecho adquirido por los trabajadores o las clases subalternas a lo largo de la historia se explica como una concesión gratuita de las clases dominantes. Por el contrario, han sido siempre el fruto de la confrontación, la movilización y la lucha de los sectores oprimidos. 

El célebre Estado de Bienestar europeo, sin ir más lejos, fue producto (además de la amenaza que significó el socialismo realmente existente para los dueños de los medios de producción) del procesamiento institucional de luchas de clases anteriores.

 En sociedades capitalistas en las que los medios de producción de bienes, servicios y de sentidos comunes están en manos privadas y la mayoría de la población solo cuenta con su fuerza de trabajo, la moderación como mecanismo igualador se torna una mera fantasía.

En este contexto el consensualismo (que pretende avanzar en niveles de igualdad excluyendo el conflicto), no resulta una orientación racional sino un mero ejercicio voluntarista. Lo atendible, si realmente se pretende mejorar las condiciones de vida de una sociedad tan castigada y empobrecida como la argentina, requeriría activar los resortes de disputa, construyendo una discursividad que delimite campos de confrontación democrática capaces de estimular la organización política del pueblo.

Ningún empresario cede absolutamente nada si no es a partir de una firme voluntad política distributiva del gobierno. Ni siquiera aceptan un aumento de 2 puntos porcentuales sobre los derechos de exportación cuando los precios de los cereales vuelan por las nubes efecto de una guerra, con la mitad de la población bajo la línea de pobreza luego de las dos pandemias que debimos padecer, primero a raíz de la aventura neoliberal del macrismo, luego con la súbita irrupción de la COVID-19.

La segunda ola progresista, ¿pasivización perpetua?

Se suele apelar últimamente a las magistrales reflexiones de Álvaro García Linera sobre la “segunda oleada de gobiernos progresistas» para explicar la moderación de los nuevos gobiernos de origen popular que, a diferencia de la primera ola y exceptuando Chile, no son producto de la movilización de masas ni de estallidos sociales.

Esta “pasivizacion” de los pueblos operaría, entonces, como factor explicativo de la moderación de las coaliciones gobernantes. Nos encontramos, por lo tanto, frente a un ejercicio teórico que fundamenta en la pasividad de las sociedades la moderación en las acciones de sus respectivos gobiernos.

Sin embargo, García Linera no se detiene en la mencionada característica y agrega un apotegma clave a su lectura: que los gobernantes o líderes políticos pueden intervenir y “tejer hilos de esperanza” en pos de reactivar a las masas. Así, lejos de proponer una aceptación resignada de las condiciones imperantes o más características del horizonte de época, el ex vicepresidente de Bolivia le otorga capacidad de agencia a los liderazgos políticos.

La acción política no tiene por qué limitarse a reflejar el estado de ánimo predominante en la sociedad. Lejos de ello, resulta el principal mecanismo capaz de alterarlo. Por el contrario, si la política se revela impotente ante un supuesto orden natural de las cosas, sólo refuerza las tendencias a la desmovilización y a su propio descrédito como herramienta apta para transformar realidades injustas y angustiantes.

En este sentido, la mala elección legislativa del Frente de Todos, en la cual se perdieron 4,1 millones de votos respecto al 2019, puede leerse como una alarma desatendida en tanto los resultados señalaron una desafección notoria de una parte sustancial de nuestra base electoral respecto del proyecto del FDT. Cabe recordar que en 2021 la derrota electoral no estuvo asociada a la “la falta de unidad”

Las respuestas a éste escepticismo social no hay que buscarlas exclusivamente en la pandemia, sino también en la relación amarga entre las expectativas electorales generadas en 2019 y su efectivo cumplimiento.

El surgimiento de variantes anti políticas de ultraderecha en Argentina no resulta por lo tanto una creatio ex nihilo, sino producto de la alta fragmentación social y de los alarmantes niveles de pobreza, indigencia y desesperanza, estimulados por un incesante bombardeo mediático.

¿Acuerdo o el fantasma del default?

Si revisamos los argumentos desplegados en favor del Acuerdo de Facilidades Extendidas, resulta notable que todos ellos terminaban planteando una disyuntiva entre “un mal acuerdo o el abismo del default.

Enfrentar una cesación de pagos hubiese significado grandes esfuerzos y desafíos, indudablemente.

Pero el “default” se presentó, no como un conjunto de dificultades que habría que enfrentar, sino como un espectro fantasmagórico: nadie lo vio, nadie lo conoce ni puede explicar sus consecuencias, pero se afirma que generaría una tragedia imposible de reparar.

Se instala como mecanismo disciplinador con plena eficacia: si la opción es el infierno abismal, entonces no existe alternativa.

Cualquier confrontación con el FMI o sectores dominantes provocará tensiones y duras peleas, es inevitable. Ya lo advertía Perón, “para hacer tortillas hay que romper algunos huevos.”

El dilema, finalmente, no es elegir si se confronta sino con quién.

Si no se confronta con los sectores dominantes, tarde o temprano se termina confrontando con el propio pueblo.

Muchos compañeros y compañeras honestamente creen que el acuerdo con el FMI permite ganar tiempo y evitar males mayores y es una decisión que algunos fundamentan a partir de  la ética de la responsabilidad. Y tienen sus razones.

El sociólogo alemán Max Weber plantea en su célebre conferencia de Munich (en 1919), que obrar según la máxima de la ética de la responsabilidad exige tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. Algunos pensamos que las consecuencias de este acuerdo dejarán heridas aún más profundas de las que actualmente padecemos.

Las manifestaciones en rechazo al acuerdo con el FMI expresadas en plenarios, actos y movilizaciones diversas, fueron “de origen silvestre” y fijaron una postura críticas respecto al acuerdo que se venía amasando con el FMI.

Aquellas manifestaciones así como en la decisión de muchos legisladores y legisladoras identificados con Cristina Fernández que no acompañaron el acuerdo con el FMI, alteraron el consenso que se estaba construyendo en forma casi homogénea en torno al programa tutelado por el Fondo y, aunque no resultó suficiente para modificar el tipo de acuerdo, habilitó al menos una deliberación necesaria al interior del campo popular.

¿Crisis terminal o punto de inflexión?

La unidad de Frente de Todos está en crisis, no es ninguna novedad. Pero también está en crisis el vínculo del FDT con su militancia y -cómo quedó expresado en las legislativas últimas- con su propia base electoral

En ese marco, los caminos de regreso del macrismo al gobierno –en cualquiera de sus versiones- parecen facilitarse.

El lema que utilizó el propio Alberto Fernández en un intento por persuadir al peronismo no kirchnerista, “con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede” podría sustituirse por uno de factura similar, que enfatice aún más su segunda parte: “sin unidad no se puede, con la unidad no alcanza… y sin Cristina es imposible.

También es imposible con la militancia balconeando los debates, como escribió María Pía López, y el pueblo haciendo malabares para llegar a fin de mes o recorriendo comedores y merenderos para esquivar por un rato al hambre, ni con salarios por debajo de la línea de pobreza.

Por este camino, con precios de los alimentos que vuelan por las nubes, acicateados por la guerra en Ucrania, sin ninguna medida drástica para frenarlos, el único destino visible es el fracaso del gobierno.

Y si fracasa el gobierno tampoco se puede albergar esperanzas.

Y una derrota electoral en 2023 puede convertirse en duradera.

Y no hay a la venta pasajes de ida con vuelta garantizada a los 4 años

Por todo ello resulta imperioso que ésta discusión, que se generó al calor del acuerdo con el FMI, se erija como punto de inflexión y no de ruptura, permitiendo democratizar el debate para rediscutir el carácter del gobierno a partir de medidas distributivas de alto impacto, tanto en lo económico como en lo simbólico.

Una agenda con iniciativas capaces de relanzar el gobierno y reconstruir el contrato con el pueblo, que debería incluir algunos puntos de alto peso específico, entre ellos:

  1. Gravamen para las grandes fortunas hasta que se termine de saldar la deuda con el FMI.
  2. Gravámenes para que paguen quienes se beneficiaron mediante la fuga, la evasión y elusión y/o el lavado de activos.
  • Que YPF Agro se constituya en un actor capaz de regular el comercio exterior.
  • Mayores retenciones para desacoplar los precios internos de los alimentos de los precios internacionales, preservando la capacidad adquisitiva de trabajadores y jubilados.
  •  Empresa Nacional de Alimentos para romper el poder extorsivo de los grandes grupos     económicos.
  •  Democratizar la Justicia para terminar con la persecución a los dirigentes que enfrentaron al establishment y liberar a los presos políticos del macrismo.

No intentarlo, es una decisión política. Si alguien creyera que la relación de fuerzas resulta desfavorable, convoquemos al pueblo, a sus organizaciones sindicales, a la militancia, a las organizaciones sociales; hagamos pesar el volumen de la construcción mayoritaria de nuestro Frente.

El Movimiento Nacional y Popular siempre contó con la movilización masiva como activo para equilibrar fuerzas o incluso desbordarlas, ampliando los límites de lo considerado posible.

Alberto Fernández aún puede hacerlo. También Cristina, que es la principal líder popular de la Argentina.

Todavía podemos abrigar alguna esperanza si se modifica el carácter y la orientación del gobierno a favor de los sectores populares.

Si logramos eso podremos saldar las diferencias internas en las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias del año próximo, en las que CFK deberá jugar un papel protagónico y no solo como gran electora.