Durante el banderazo de protesta contra el gobierno del Frente de Todos que se perpetró el pasado 17 de agosto, un grupo de manifestantes de la ciudad de Córdoba vandalizó el monumento a Agustín Tosco, principal líder de la insurrección obrera, estudiantil y popular del 29 de mayo de 1969, conocida como el Cordobazo. Una gesta que marcó el comienzo del fin de la dictadura del general corporativista Juan Carlos Onganía.

La figura de Tosco y la memoria del Cordobazo son la contracara irreductible de los banderazos impulsados por los grandes medios de prensa y llevados a las calles por el grupo de choque del establishment financiero, que es no otra cosa es la facción de Juntos por el Cambio que encabezan Mauricio Macri y Patricia Bullrich, con Elisa Carrió y lo peor del radicalismo haciéndoles el coro. La memoria inconsciente de la derecha percibe el sentido profundo de resistencia y lucha en que se inscriben las rebeliones populares, tanto las de aquellos años como las más recientes, incompatibles con cualquier fantasía bolsonarista del presente.

Mientras todavía se discute cuál es la reivindicación central de la protesta que, con epicentro en Buenos Aires, se hizo en varias ciudades, la ofensa al líder obrero hizo emerger el fundamento último de la vasta confrontación de lo que llamamos grieta: la disputa por la memoria, de un lado como preservación y reproducción de las señales de identidad y de clase, del otro, como condena y abolición de la historia de luchas y conquistas de un pueblo que las actualiza una y otra vez.

Quizás la singularidad de la Argentina, su increíble resiliencia y su tenacidad para reconquistar la democracia, radique en la presencia y la actualidad de una memoria que no solo está en los relatos sino inscripta en los propios cuerpos, los presentes y los ausentes, que desde la historia gravitan en el aquí y ahora.

La violencia ejercida en el monumento a Tosco es tributaria de la campaña de odio y desprecio de que es víctima el gobierno y, de manera especial, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. De hecho, un grupo de manifestantes se concentró frente a su vivienda en la CABA para agraviarla. Y si se presta atención a las declaraciones y consignas, sobresale la repetición, casi como un calco, de los argumentos con que los grandes diarios cuestionan las políticas del gobierno atribuidas a la inspiración o a las órdenes de CFK. Entre ellas, el agravio a la república y a la división de poderes que implicaría la reforma judicial, el ataque a las libertades constitucionales que supondrían las restricciones de desplazamiento y reunión, la presunta búsqueda de impunidad para la vicepresidenta y los imaginarios asaltos a la propiedad privada. Sin contar con los grupos que, ya en el terreno de lo patológico, denuncian la complicidad del gobierno peronista con los poderes secretos que inventaron la pandemia para someternos.

Hay un nexo profundo pero visible que une a esas dos figuras tan disímiles  que son Tosco y CFK. Y es el rencor por lo que simbolizan y el lugar que ocupan en el imaginario popular. No es casual que se trate de Tosco, un socialista sin partido que será recordado, entre otras cosas, porque saludaba a la multitud con los dos brazos en alto: el izquierdo con el puño cerrado, que es el gesto universal de los trabajadores; y el derecho, con dos dedos formando la V de la victoria, que identifica al peronismo.

Ellos se juntan

El 17 A, como las otras protestas de Juntos por el Cambio, recoge no solo el rechazo visceral al gobierno y a la coalición de fuerzas políticas y sociales que lo alumbró sino los rencores más profundos que surgen incontenibles cuando se agudiza la confrontación por el ingreso y la riqueza. Más allá del mosaico de odios y paranoias que se congregaron en el Obelisco y otros sitios, ese patrimonio político, ideológico y cultural es lo que, primero con Propuesta Republicana y luego y luego con la subordinación del radicalismo en Cambiemos, el poder real consiguió capturar y homogeneizar como fuerza electoral. Su conservación como tal es lo que ahora está en discusión, cuando la crisis de liderazgo amenaza su cohesión.

“Somos el primer partido pro mercado y pro negocios en cerca de 80 años de historia argentina que está listo para asumir el poder”, se presentó en 2006 el entonces jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, ante el jefe de misión y el consejero político de la embajada de los Estados Unidos en Buenos Aires. Fue en un encuentro realizado un año antes de las elecciones presidenciales de 2007, según relató el periodista Santiago O’Donnell, citando un cable de Wikileaks.

La definición de Macri, que encuadra al PRO en lo que se entiende por un partido de derecha neoliberal, escamotea el hecho de que, a grandes rasgos, su ideario político y económico rigió durante una década, entre 1989 y 1999, bajo la presidencia del justicialista Carlos Menem. De hecho, Macri había intentado ingresar a la política unos años antes a través del PJ, cuando fijó domicilio en Misiones y se afilió para candidatearse en ese distrito por consejo de un amigo de la derecha peronista, el ex senador y acaudalado empresario Ramón Puerta.

Con las Fuerzas Armadas inhibidas de su histórico papel de brazo armado y de partido político de la oligarquía, la reconfiguración de la derecha argentina cumplió el viejo anhelo de los grandes grupos de poder económico, contar con una herramienta política propia, electoralmente competitiva y superadora de los pequeños partidos patronales que, como la UCD de la familia Alsogaray y los partidos provinciales, funcionaban como satélites del bipartidismo conformado por el PJ y la UCR.

Confluyeron en la nueva fuerza las minorías huérfanas y rencorosas de los partidarios de la dictadura cívico-militar; una UCR atravesada por la crisis política e ideológica que trajo el derrumbe del gobierno de Fernando de la Rúa; otros desprendimientos radicales como el que culminó en la Coalición Cívica de Elisa Carrió; los restos de los partidos demócratas del interior y, por si esto fuera poco, peronistas provenientes del duhaldismo bonaerense y del menemismo. Algunos de ellos se reciclaron exitosamente, como el jefe de gobierno Horacio Rodríguez Larreta, su vice, Diego Santilli y el jefe de los diputados PRO, Cristian Ritondo, entre otros.

Aunque a menudo se ubique a los dirigentes de origen peronista en lo que se ha dado en llamar el ala blanda o dialoguista de Juntos por el Cambio, en la que revistan el propio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal, Emilio Monzó y Rogelio Frigerio, lo cierto es que hay varios que pertenecen al lote de los más enconados opositores al gobierno y a sus políticas. Sin ir más lejos están en esa nómina Miguel Ángel Pichetto, ayer nomás presidente del bloque PJ del Senado, y el áspero diputado Eduardo Amadeo, de accidentado paso por los gobiernos de Menem y de Duhalde.

Esperando un Bolsonaro

La gestión de la pandemia y las medidas para sobrevivir a ella han sumido a Juntos por el Cambio en una crisis de liderazgo, con Macri despojado del aura que da el poder y expuesto como lo que es, un advenedizo a la política y a la gestión de Estado, sin ninguna capacidad ni conocimiento para ello. El amplio consenso del que goza Alberto Fernández, pese a la ferocidad del acoso mediático, no ha hecho otra cosa que dividir al cambiemismo entre los dirigentes que tienen responsabilidad de gestión y los que no la tienen.

La pobreza táctica y estratégica del ala dura, que encabezan Patricia Bullrrich y el propio Macri, tiene como contraparte el fortalecimiento de figuras de gestión como Rodríguez Larreta y algunos ejecutivos bonaerenses y del interior del país, que postergan las rispideces de la disputa política hasta el año que viene, aunque con ello se ganen las amargas quejas de quienes querrían derrumbar al gobierno lo antes posible. Estos desacuerdos son casi simétricos con los de los sectores más radicalizados del Frente de Todos, que deploran el buen trato “de Alberto con Horacio”, que hasta ahora parece haberle dado buenos resultados al presidente para evitar una catástrofe sanitaria.

En el fondo, en la derecha vernácula, que desespera de que todo vaya mal para Alberto Fernández, cunden los admiradores vergonzantes del vecino Jair Bolsonaro, que gobierna sin frenos que le impidan despreciar los sufrimientos indecibles que la pandemia depara a su pueblo, modificar la legislación laboral y el régimen previsional con apoyo parlamentario, y encima gozar del 34 por ciento de aprobación popular.

Los agitadores de la hipótesis de la bolsonarización argentina lamentan que no haya a la vista ningún Bolsonaro local, olvidando que en este país hay un pueblo que no acostumbra ceder derechos sin lucha, y que su experiencia se ha sido enriquecida en los últimos años por la irrupción nuevos colectivos sociales, de género y ambientales.