María Estela “Isabel” Martínez de Perón asume el mando del país luego de la muerte del caudillo popular el 1 julio de 1974. Desaparecida la figura que, con mayor o menor dificultad, lograba articular en un plano confluente las distintas expresiones del movimiento peronista, la violencia gana el centro de la escena como forma de dirimir las disputas y enfrentamientos internos. Los protagonistas de este recrudecimiento son, en primer orden, las organizaciones armadas, que instalado el peronismo en el poder no han conseguido adecuar su estrategia y sus ansias al liderazgo de Perón (al punto de abandonar el frente político gobernante para priorizar la vía militar y la clandestinidad), así como la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), el dispositivo parapolicial montado por los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas con la colaboración de sectores reaccionarios infiltrados en la gestión gubernamental. Este último grupo tiene su vértice en el hombre decisivo del entorno presidencial: el ministro de Bienestar Social José López Rega.

Tras el asesinato de José Ignacio Rucci en septiembre del ’73 –un hecho cuyo espesor histórico aún hoy es difícil de calcular- y de otros dirigentes significativos para la sustentabilidad del Pacto Social (acuerdo entre el empresariado y la CGT orientado a encauzar los objetivos políticos y económicos promovidos desde el gobierno), la conducción del movimiento obrero es reclamada por las 62 Organizaciones, a cuyo frente se halla el secretario general de la UOM, Lorenzo Miguel. Son los tiempos de la “Patria Metalúrgica”. Dicho nucleamiento brindará su apoyo a Isabel hasta las horas finales, no así a sus asesores.

En un principio, la nueva dirección del movimiento obrero realiza una transacción con el lópezrreguismo, apoyando su cruzada contra la llamada “infiltración marxista” y destrabando a cambio importantes reivindicaciones (como la Ley de Contrato de Trabajo), con la esperanza, a su vez, de obtener crecientes cuotas de poder e influencia en la dirección del país. En ese marco se produce, por un lado, el desplazamiento de ciertas autoridades afines al “peronismo revolucionario” -entre ellas varios gobernadores- y, por otro lado, el eclipse de audaces medidas esbozadas en el Plan Trienal, como la Ley Agraria, que ponía en entredicho el manejo discrecional de la tierra por parte de los grandes propietarios. Poco después, tiene lugar la caída del ministro de Economía José Gelbard, garante de las líneas directivas del mencionado Plan y última apoyatura del Pacto Social. Este hecho señala un quiebre, pues de allí en más la cartera de Hacienda es ocupada por hombres que, en mayor o menor medida, aplican medidas de ajuste y desregulación que contradicen el esquema de alianzas gubernamental. En ese marco no es difícil comprender que, hacia junio de 1975, los trabajadores organicen medidas de fuerza para torcer el rumbo de un gobierno empecinado en despilfarrar los grandes márgenes de apoyo popular con que cuenta.

Así, frente a un cuadro inflacionario y con serios problemas en el sector externo, los responsables del área económica que se van sucediendo –con la excepción de Antonio Cafiero- implementan las recetas típicas de la ortodoxia monetarista, entre ellas el techo a los incrementos salariales. Pero las paritarias establecidas por la ley 14.250 deben entrar en funcionamiento a principios del ’75, tras dos años de suspensión.

Luego de ciertos rodeos, y en un clima de fuerte conflictividad política y gremial (en marzo estalla el “Villazo”), se abordan las negociaciones. Los acuerdos –en torno al 38%- sobrepasan largamente las previsiones del gobierno y de los empresarios. En esta situación, Celestino Rodrigo asume el mando económico, con el propósito de desacelerar la escalada de precios e incentivar las inversiones. El nuevo ministro, en realidad, efectúa una política de “shock” pergeñada por su asesor Ricardo Zinn, hombre cercano a José Alfredo Martínez de Hoz y al Consejo de las Américas. Se trata de una megadevaluación que asesta un golpe devastador al bolsillo de las masas humildes y de los sectores medios. Este cimbronazo perdurará en la memoria colectiva bajo el nombre de “rodrigazo”.

Ante este panorama incierto, los gremios convocan nuevamente a paritarias y, demostrando su poderío, obtienen incrementos que van desde el 60% al 200%. El gobierno, viendo peligrar el Plan Rodrigo, coquetea con la posibilidad de no homologar los acuerdos. Rápida de reflejos, la UOM aposta 25.000 metalúrgicos en la Plaza de Mayo con la consigna “Gracias Isabel”, para condicionar la decisión de la presidenta. El 27 de junio, pese a una incómoda lluvia, nutridas columnas de trabajadores se vuelven a hacer presentes en la histórica plaza, esta vez en el marco de un paro nacional, el primero durante un gobierno peronista. Su repudio apunta al ministro de Bienestar Social y sus laderos. Sin embargo, por la tarde, el gobierno define su posición: las negociaciones quedan anuladas y se decreta un aumento sustancialmente menor.

El cinturón fabril del conurbano entra en ebullición, las coordinadoras interfábrica cobran protagonismo en diversos puntos del país. El ministro de Trabajo, Ricardo Otero (proveniente de la UOM), renuncia a su cargo. Frente a la indignación de las bases, la dirigencia sindical, a riesgo de verse rebasada, convoca a un paro de 48 horas para los días 7 y 8 de julio. Desahuciado, el gobierno accede a la homologación de los acuerdos. Algunos días después, el “Brujo” López Rega y Celestino Rodrigo renuncian a sus cargos. El movimiento obrero, incluso su dirigencia más contemplativa, se erige como el último reservorio del credo peronista, ajustando cuentas con quienes, en su nombre, pretendían desarrollar políticas antipopulares.

En ese punto del camino, la sinuosa concatenación de episodios deposita en la CGT la posibilidad de avanzar sobre los persistentes rastros de infiltración reaccionaria en el gobierno y abroquelar a las distantes piezas del frente nacional, desescalando los conflictos internos. Sin embargo, el movimiento trabajador carecerá de un proyecto global con la suficiente fuerza para darle aire al tambaleante gobierno y, poco a poco, retomar la senda de las grandes transformaciones. Esto se revelará trágico, ya que por entre medio de las imposibilidades y fracturas del campo popular se abrirá paso el plan genocida de las clases dominantes.