Son tiempos de incertidumbre, qué duda cabe. La bruma lo envuelve todo; la economía, el trabajo, la salud, el amor, la vida entera, las nuestras y las de las naciones. No obstante, todo el mundo pide certezas, hasta el punto de que una columnista de La Nación, representando seguramente la angustia y la ira de sus lectores, clama que así no se puede seguir, que vivimos en una nebulosa en la que nada se sabe. Y, dramáticamente, exige que el presidente le diga cuándo van a cesar la cuarentena y la pandemia va a permitir el regreso al bienestar. Una respuesta que Alberto Fernández, pese a sus maneras paternales, no puede ofrecer. Lo más seguro es que quién sabe.

Esta interpelación también se ha escuchado reiteradamente en las mezquinas protestas anti cuarentena y hasta un neurocientífico de gran audiencia. Luego de describir frente a su entrevistador el lamentable estado mental a que nos habría llevado el coronavirus, dijo que es necesario generar un marco de certezas para atemperar la incertidumbre que tanto daño nos causa.

En el campo de la economía política, ya disipados los riesgos de caer en el default de la deuda pública con los acreedores extranjeros hay otra incertidumbre que tiene en ascuas a la nutrida claque de economistas y dirigentes de partidos de oposición. Exigen que el gobierno tenga un plan, o que, si lo tiene, que lo explicite, pese a que el presidente dijo descreer de los planes económicos, y su ministro del área, el impertérrito Martín Guzmán, advirtió: “Cada medida económica tomada por nuestro gobierno tiene por detrás un programa estratégico; pero si lo que se entiende por programa macro es que yo venga acá con un power point con proyecciones a diez años, no esperen eso de nosotros”. 

Lo que nos lleva a la tercera incertidumbre, que es la suerte o la desgracia que aguarda a la Argentina y a su gobierno en la próxima negociación con el FMI. Su staff le dio a Mauricio Macri 44.000 millones de dólares para financiar su reelección. 

Como se sabe, no hubo reelección, y la mayor parte del dinero se esfumó en la especulación financiera. Guzmán ha dicho que no aceptará “ninguna condicionalidad” de las que el organismo suele imponer de manera implacable a sus deudores. Por eso la mención al power point parece una referencia directa a las exigencias del FMI, que se expresan siempre en metas explícitas y cifras precisas que, invariablemente, fijan límites estrictos al gasto público y exigen superávit fiscal. 

El resultado es siempre la reducción drástica de la inversión en salud, educación y, sobre todo, en previsión social. O sea las jubilaciones del sistema público, consideradas por el organismo como un gasto superfluo. Esa planilla, que se descuenta será la base que impondrá el FMI como condición ineludible para aceptar una extensión de los plazos de pago, es la gran esperanza de los dueños del capital, que sospechan que si Fernández no confiesa su plan es porque tiene el cuchillo bajo el poncho, y su rumbo no se condecirá para nada con lo que el establishment pugna por imponer en la salida de la pandemia y después. 

Se espera, entonces, que sea el Fondo, como guardián y gendarme del capital mundial, el que ponga límites al gasto y la inversión pública financiados con emisión monetaria, forzada hoy por la necesidad de atenuar la devastación social que causa la pandemia. Y disuadir al gobierno de decisiones contrarias al catecismo neoliberal como la prohibición de despidos, la doble indemnización, la política de precios máximos y la fijación de condiciones de contratación laboral que las patronales aborrecen, como las aprobadas recientemente en la ley de teletrabajo.

La disputa por la post pandemia

La gran disputa en ciernes es hacia dónde orientará el gobierno del Frente de Todos los escasos recursos de que hoy dispone el Estado para recuperar la actividad económica y, con ella, las condiciones de vida y de trabajo de las muchedumbres. El presidente y los funcionarios de Economía insisten en que el motor de la recuperación será el mercado interno, con particular referencia a las pymes por su efecto multiplicador en el consumo y el empleo, y las exportaciones tradicionales y no tradicionales.

Entretanto, como parte de la disputa por la distribución de los recursos en la post pandemia, el Consejo Agroindustrial Argentino, un conglomerado de casi 50 cámaras y entidades del rubro, presentó un plan para “convertir al sector en un generador de divisas similar al petróleo, con un salto en las exportaciones de 65.000 millones de dólares a 100.000 millones, además de generar 700 mil empleos adicionales”. Aunque afirman que se haría sin subsidios, piden a cambio que “haya durante cinco años beneficios impositivos como amortizaciones aceleradas, devolución de IVA y rebaja de aranceles de importación, un régimen de beneficios que estaría vigente durante diez años». 

El Consejo está integrado en su mayor parte por dirigentes de las cámaras agroexportadoras que apoyaron sin restricciones al gobierno de Macri. Entre otras están las entidades de la Mesa de Enlace, salvo la Sociedad Rural, que no depone las armas. Criticó el plan y dijo estar muy bien en el Grupo de los Seis, con la Bolsa, las cámaras patronales del comercio, los bancos, la construcción y la gran industria.

Los líderes del Consejo afirman haber revisado “prejuicios ideológicos” anteriores y hasta se entrevistaron con la mismísima vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, como testimonio de esa autocrítica. Pero para otros sectores vinculados a la economía campesina el proyecto de la agroindustria está destinado a quitarle rentas a sectores del agro que no integran la cadena de exportaciones agropecuarias “eternizando la sojización”. 

Otra voz crítica fue la del ex viceministro de Agricultura Gabriel Delgado, que advirtió sobre “la Logia Primarizante de la Argentina, que es nuestro gran cáncer, la logia centenaria de los graneles de commodities y de los puertos.” El designado interventor de Vicentin, cargo que no pudo asumir, sostiene: “No hay que decir más que la Argentina produce alimentos para 400 millones de personas porque es una mentira. Nosotros producimos alimentos para que coman los chanchos y los peces en China. Estamos en el piso de la cadena trófica y por lo tanto en el piso del valor”.

Por otra parte, el contexto social y político en que ha comenzado a darse esta pelea por la distribución de los recursos públicos ha variado notablemente. Hoy está atravesado por la visibilidad social de una clase privilegiada, dueña del dinero y de los medios de producción, corrupta y carente del menor rastro de solidaridad social. El fracasado proyecto de expropiación del complejo agroindustrial Vicentin ha contribuido, por lo menos, a la exposición pública de los mecanismos y metodología de despojo que perpetran en la penumbra los grandes grupos de poder y de presión. 

En el otro extremo, la pandemia también puso a la luz del día la crueldad de la grieta, que condena a la marginalidad a una vasta porción de la sociedad que nada tiene, salvo su pobreza y desamparo. Es allí donde la peste se ensaña especialmente. Y es allí donde la mirada pública se ha posado como nunca, alumbrando lo que quizás sea una nueva conciencia social humanitaria.

A esos sectores populares apuntan buena parte de las más de 60 medidas anunciadas por el Presidente, que, entre otras, contemplan mejorar sustancialmente las condiciones de  habitabilidad, edilicias y sanitarias de los barrios populares dinamizando el empleo y la producción mediante la obra pública, y un ambicioso plan de descentralización poblacional.

Simultáneamente, las organizaciones populares que integran la UTEP y varios sindicatos, entre ellos Camioneros, Smata, la Unión Ferroviaria y la Uocra presentaron el llamado Plan de Desarrollo Humano Integral para la reactivación del trabajo en la post pandemia. Le fue presentado a Fernández y, por separado, a Cristina Kirchner. 

Proponen la redistribución de la población que hoy está concentrada en el AMBA y la creación del llamado trabajo mínimo garantizado para ocupar a 4 millones de personas de la economía popular. El programa incluye la construcción de obras públicas, la urbanización de barrios populares, la creación de colonias agrarias, el desarrollo de polos textiles, de cooperativas de recicladores y de circuitos de cuidado.

En este cuadro, la gran pregunta que recorre a amplios sectores del Frente de Todos y sus bordes es qué grado de viabilidad existe o es posible crear para alumbrar un nuevo modelo económico y social, superador del que hoy predomina, tan profundamente injusto y desigual. Los obstáculos son enormes cuando la progresión de la pandemia parece indetenible y sus consecuencias en la economía son devastadoras, con una feroz campaña mediática para desgastar al gobierno y abortar toda posibilidad de cambios progresistas.

La respuesta, una vez más, está en la voluntad política de los dirigentes, en la conciencia social y en la movilización y la potencia de los comunes.