Anoche, una colega y amiga brasileña me dijo por Twitter: “No los puedo entender. Deberían saber un décimo de lo que nos pasó para saber evitarlo”. Lamentablemente, la mayor parte de la sociedad argentina no lee las coberturas internacionales.

Lo que sí lee un tercio de la sociedad argentina es su experiencia cotidiana de vida: degradada, pauperizada, precarizada. La base material sobre la que se construyen las conciencias de esa experiencia –para hacer una especie de marxismo a las corridas– es miserable: comparada con la presunta Arcadia peronista, con la presunta Arcadia kirchnerista o con la imaginaria Edad de Oro liberal-conservadora (el granero del mundo). En cualquier dirección que miremos, no queda nada que no sea recuerdo de la muerte moral y económica de una Argentina más integrada, más promisoria y definitivamente más democrática. Los cuarenta años democráticos se superponen con los cincuenta años del tobogán. Frente a ese cuadro, las dos (usemos la expresión común) “alianzas mayoritarias” responden de modos similares: “con nosotros no era así” (porque habría una presunta década ganada en la que se comía asado todos los días) o “no tenemos la culpa” (porque hubo cuatro años que debieran haberse evaporado en la conciencia de los votantes: entre 2015 y 2019, no gobernó nadie). Por supuesto, la reacción de un tercio de la población fue enérgica: no nos jodan.

Nadie saca un 30% de los votos en la Argentina sin el apoyo de las clases populares. La demografía indica, además, que Milei robó votos por todos lados: de los que creen en su programa y de los que no les importa su programa, sino apenas su síntesis primaria: “ustedes tienen la culpa de todo”. No muchos políticos –no muchos más intelectuales– parecen haberse dado cuenta de que le propusieron al mundo popular que hiciera caso omiso de sus condiciones concretas de vida y experiencia para perseverar en el error. La restauración cambiemita supone que el mundo popular reclama metrobuses y Twitter; el continuismo kirchnero-peronista dio por sentado que el mundo popular le debe agradecimiento eterno por esos años en los que a duras penas se recuperaron niveles de vida anteriores a 2001 –pero nunca más que eso. Y la fantasía progresista, que oscila entre ambos polos, creyó que una agenda cultural moderna satisfacía reclamos más urgentes y primarios –educación, comida, salud, trabajo. Ni hablar de la izquierda radical, que cree que el pasaje de la rebeldía hacia el troskismo es un hecho indudable e inevitable que se producirá un día de estos, independientemente de los errores que se cometan en la construcción cotidiana.

No hay mucho secreto: la experiencia de la precariedad y la pobreza, la certeza de que eso sólo puede empeorar, produce en el mundo popular la necesidad de reclamar un cambio. Por supuesto, el mundo popular se equivoca al elegir a Milei como la posibilidad de ese cambio; pero también se equivocan políticos e intelectuales que creen, a la vez, que en realidad hace falta más de lo mismo –lo dijeron Massa y Kiciloff anoche– o que el programa nacional-popular significa algún cambio para, especialmente, los jóvenes de las clases populares. Eso ya es tozudez y ceguera, que está contribuyendo a arrojarnos en los brazos del monstruo.

Media autocrítica, compañeros y compañeras: no hemos sabido leer nada de lo que ha estado pasando fuera del café, del “periodismo militante” o del “anticapitalismo de cátedra” del que habla mi amigo Pablo Semán. Refugiados en la infalibilidad de la Jefa o en la fantasía del “no fue magia” –e inmunes frente al fracaso monumental del gobierno Fernández, elegido por la Jefa mediante un tuit–, nos está pasando un tifón por encima. Bolsonaro comenzó así: como un chiste. Me temo que nosotros tampoco leemos las coberturas internacionales.