Éramos chiquitos, no existía la palabra bullyng y alguien nos adiestró por si necesitábamos actuar en defensa propia. Si en el barrio, en el club o en la escuela a los pibes nos enrostraban un calificativo indeseable (Petiso, Gordo, Orejón, Virola, Flaco Escopeta, Burro, Mantequita) o a las pibas (Flaca escopeta, Voz de pito, Pelo de estropajo, Nena de mamá) podíamos responder diciendo “El que lo dice, lo es”.

En los tiempos que corren (más rápido que cualquiera de nosotros) parece necesario regresar a esos años infantiles para enfrentar ese latiguillo tan ofensivo que es “País de mierda”. Se dice demasiado fácil frente a cualquier clase de contrariedad o frustración, y lo inquietante es que lo escuchemos tan seguido.

Llueve sin parar: ¡Qué país de mierda!, También esto tengo que pagar?: ¡Qué país de mierda!,  Me golpeé el dedo gordo del pie: ¡Qué país de mierda!,  Espero hace media hora el colectivo: ¡Qué país de mierda!, ¡Se cortó Internet!: ¡Qué país de mierda!

 Los que “se creen dueños de un país que detestan” (ojo, que al primer descuido cualquiera de nosotros puede recaer en esta impertinencia) apelan a otras frases que conducen al mismo camino de autoflagelación: Esto no da para más; Protegen a los pobres, ¿y a mí, quien me cuida?; Solo a nosotros puede pasarnos esto; La única salida es Ezeiza y la más cruenta, ¿Qué querés con la democracia?

Nos distinguen las antípodas, las circunstancias opuestas. La letra chica, y la grande también, de nuestro “código de argentinidad” se explica desde la convicción imposible de ser, al mismo tiempo, el mejor país del mundo y el más execrable del mapamundi. Insultar al país no solo es una afrenta a la autoestima. Equivale a negar el bien común, a fugar capitales, a volver a justificar el terrorismo de Estado, a ningunear a la educación pública, a desear que, rápido y furioso, todo vuele por el aire. Durante años constituimos para el mundo y alrededores la esperanza más fundada. Fuimos, y así nos pensamos, el granero del mundo, para, en algún momento, terminar pensándonos como esa clase de grano en el culo que nunca termina de curarse. Aceptando las limitaciones, que sin duda tenemos, elijo verlo de otro modo. Me lleva a razonar lo que escucho de personas llegadas de afuera: ven a nuestro país, en ocasiones atrasado y contradictorio, pero también vivaz, atractivo, sorprendente, único.

A los que no son de aquí les cuesta entender nuestra falta de aprecio por lo que a ellos les provoca admiración: los gigantescos recursos humanos y naturales, a veces paralizados o deficientemente usados. Durante décadas arribaron –lo siguen haciendo- millones de inmigrantes que, refugio bienhechor mediante, pudieron establecerse y hacer una vida distinta y mejor. Los que allá lejos y hace tiempo bajaron de los barcos, procurando dejar atrás guerras, hambrunas e injusticias; y más acá en el tiempo los que vinieron de territorios latinoamericanos convulsivos o desde naciones europeas que de tan asentadas y previsibles se volvieron monocordes. Muchos pensadores pusieron por escrito cosas que deberíamos releer cuando nos acose la idea parásita de sentirnos los últimos orejones del tarro .

Desde José Ortega y Gasset, el español que nos pensó tanto que un día confesó que le gustaría ser argentino, hasta el triniteño, Premio Nobel V.S. Naipaul que estudió tanto a Borges como al fenómeno del peronismo. Intelectuales como el ex vicepresidente nicaragüense Sergio Ramírez reconocieron que, igual que él, figuras máximas del pensamiento como García Márquez y Monsivais se formaron con libros y revistas, los materiales educativos y recreativos que Argentina producía. No se quedaron atrás en la predilección por la Argentina personalidades como Miguel de Unamuno, Paul Groussac, Graham Greene o Vicente Blasco Ibañez que dedicó un libro entero a la grandeza de Argentina. Con sentido crítico y con creatividad pensadores de acá (la lista será antipáticamente incompleta) aportaron suficientes fundamentos para que la M en cuestión pertenezca a la palabra Maravilloso y no a la palabra Mierda.Pensaba desde Sarmiento y Alberdi, a Scalabrini Ortiz, Marechal, Discépolo, Arlt, Fontanarrosa y especialmente Arturo Jauretche. Esos activos – los mismos que tantos cabeza de termos confiscan, deforman y niegan – me lleva a pensar que no hay países de oro y países de mierda.

Hoy, ha llegado el día en el que podremos probar que los tinglados de resistencia existen y que no se vendrán abajo por la acción de los zapateadores de todo lo bueno. Y que hay caminos. Tal vez sea el de la cultura -dar vida a un libro de poemas con una tirada de cien ejemplares, aprender a bailar el tango, hacer un cortometraje familiar con el telefonito-, volver más posibles que nunca a los sueños imposibles, visibilizar los miles de actos solidarios de cada día, el amor de la familia como alguno de los espacios seguros que van quedando. Hay mucho para intentar: la reivindicación del pago chico y del barrio, el cuidado a la escuela pública y a las universidades nacionales, el sostén del club de la otra cuadra, el auxilio de las creencias religiosas, la defensa de los hospitales, la celebración de las pymes que no se dieron por vencidas ni aún vencidas, el símbolo de las cooperativas, como la de Tiempo Argentino, maestras en la enseñanza de que nadie se salva solo. Hoy, entre miles de cosas, se decide de qué lado queremos estar. Si de los que, con empatía menos diez hablan del país de mierda sin sospechar que son eso mismo que ponen en palabras o de los que, concientes, y a veces decepcionados por lo que falta hacer,  elegimos creer que hay demasiado para intentar, para empezar, para terminar y para enorgullecerse. «