Ocurrió en Suecia durante un verano de hace 50 años. Se había producido el asalto violento a un banco y el evento tardó un par de días en resolverse porque el ladrón mantuvo como rehenes a varias personas. Cuando casi todo volvió a la normalidad, inesperadamente, varios de los que estuvieron a expensas del captor se mostraron abiertamente favorables a él e incluso salieron en su defensa. Con el tiempo, especialistas se adentraron en el estudio de esa conducta humana y la describieron como «una reacción postraumática en la que aquellos que padecieron maltrato terminan demostrando afinidad y empatía con su agresor». Fue la primera vez, pero no la última en que los expertos dieron cuenta de ese fenómeno. Tal comportamiento, que reúne ya abundante casuística, es conocido como el Síndrome de Estocolmo.

Pasaron los años, se reiteraron reacciones similares y ahora, mentes científicas de todo el mundo siguen con atención uno de tantos «casos argentinos». Un porcentaje importante de sus ciudadanos continúan demostrando adhesión por una agrupación política que cuando alcanzó el poder, exaltó las salidas individuales, postergó las propuestas colectivas y dejó instalados unos «cazabobos» que, en forma de deuda externa con acreedores extranjeros, seguirá afectando y complicando la existencia de varias generaciones. Esta opción fue descripta por los expertos como El Síndrome de Estoeselcolmo. La explicación es relativamente sencilla de contar, pero muy difícil de entender. Un gobierno que durante cuatro años impuso políticas de retroceso se postula nuevamente en la pelea presidencial, sin haber esbozado autocrítica alguna sobre su gestión (todo lo contrario, al decir de sus voceros, la culpa siempre es de los otros) pero en este caso, dejando muy en claro que replicarán aquellas dañinas medidas e incluso otras nuevas de idéntica peligrosidad, pero lo harán con mayor decisión, sin contemplaciones y en el menor tiempo posible. Nadie podrá negar su audacia. Se animan a anticipar, sin eufemismos, lo que harán si la votación les resulta favorable, pero ojo, porque lo que no dicen, mañana puede ser más hiriente de lo que dicen en estos días sin ponerse colorados. Aun al tanto de esa temible prospección que, claramente, otra vez les hará perder derechos adquiridos, los que escuchan siguen decididos a levantar esas banderas. Hasta los investigadores más duchos sienten perplejidad frente a esta determinación y es razonable: ¿cómo explicarse que sientan identificación y cercanía con quienes, ya y no hace tanto, les contrariaron sus condiciones de vida?

Esta situación es pormenorizada en las redes sociales con dolor e ironía. Allí se leen frases como «País raro que se ufana de tropezar dos veces con la misma piedra», «Me llama profundamente la atención la melancolía del porteño (¿valdría aquí hablar de la melancolía ‘del argentino’?). Es alguien que casi siempre piensa para atrás», «Tenemos que dejar de decir por lo menos por dos años que este es un país de mierda» o «Quieren volver a gobernar a un país que odian». Muy pronto nos tocará volver a elegir. Y de nada valdrá que, con el diario del lunes, nos lamentemos o nos enojemos proclamando que esto es el colmo porque los resultados no fueron los que queríamos. Imagino una elección como la que se viene con el país entero, de Ushuaia a La Quiaca, escrutado por un scanner monumental. La impresión que obtendremos será, para bien o para mal, reveladora de lo que queremos, evitamos, buscamos, soñamos para nosotros y para nuestros hijos y nietos. Esa imagen hablará de lo que somos y exhibirá un «nosotros» seriamente afectado, medio desvencijado por todos lados o definitivamente roto y con dificultoso pronóstico de recuperación. O, acaso con el deseo esperanzado de persistir en una senda que, inevitablemente, requerirá coraje, originalidad, mejoría y superación.

Todos estos meses, de acá a octubre, serán muy bravos. Y entre tanto destrato mediático y engañapichanga virtual (por ahora la vida no tiene aplicaciones salvadoras, a las que podamos recurrir) tendremos que agradecerles a los que nos hagan más entendible el panorama. En lo personal elijo creer; respeto a la democracia que supimos conseguir y conservar, en especial porque pronto cumpliremos 40 años desde su recuperación, sin interrupciones; seré seguidor de los intérpretes políticos y políticas –no son mayoría, me parece– que ofrezcan ideas y proyectos capaces de volvernos a enamorar de la política.

Creo en la potencia de un pueblo que, en muchas ocasiones, salió a la calle ejerciendo su decisión de no dejarse avasallar; también sigo teniendo fe en ese movimiento que en tiempos aciagos puso los muertos y en épocas de siembra (cuando la soja era una ilustre desconocida) hizo muy felices a millones de personas. Y, antes que nada, seré consecuente tributario de la acción del Estado, ya sea para decidir o para asistir. Un Estado que fue, y es, de una manera cuando quien lo ejecuta, aun con fallas y limitaciones, es un gobierno que cree que frente a cada necesidad debe aparecer un derecho y es de otra, totalmente antagónica y gravosa para las mayorías, cuando queda en manos de los que entienden que en cada necesidad sólo anida un nuevo y prometedor negocio.«