La derecha proclama que el ministro Martín Guzmán nos conduce a una crisis hiperinflacionaria inevitable, que los días de Alberto Fernández en el gobierno están contados, y que su vicepresidenta le envió una carta en la que le informó  que él está por su cuenta. A izquierda, las filas más intransigentes del Frente de Todos, siempre críticas y en estado de alerta, se preguntan si el gobierno se está derechizando después del violento desalojo de Guernica. Y en medio de tremendas presiones financieras, su acercamiento a los núcleos más dañinos del establishment local, ejemplificado en la escabrosa reunión de Guzmán con los despiadados patrones que integran la Asociación Empresaria Argentina, encabezados por los CEO del Grupo Clarín, Héctor Magnetto, y de Techint, Paolo Rocca.

El gobierno de Alberto Fernández no ha tenido un solo día de tregua desde el comienzo de su gestión. Acosado por la coalición opositora que lo ataca como si se tratara de un régimen revolucionario que pretende socializar los medios de producción. Cristina Fernández de Kirchner acaba de recordarles a varios dirigentes del Frente de Todos que ese fue su calvario a lo largo de su gestión, incluyendo el ensañamiento con toda su familia. Y que no hay paz si no se cumple con el habitual pliego de condiciones que los dueños del capital exigen firmar a todos los gobiernos democráticos en Argentina.

No hay duda de que el Presidente marcha por  un desfiladero propicio para cualquier emboscada: las exigencias del FMI, que ya se vislumbran, las presiones asfixiantes del establishment local, el fantasma de la temida hiperinflación, la persistencia atroz de la pandemia y las urgencias de una situación social desesperante, constituyen lo que el sanitarista Mario Testa definiría como un sistema hipercomplejo. Está  atravesado de conflictos que demandan decisiones difíciles.

Traducido a la coyuntura local, esto implica que una prolongación del presente contexto económico, sanitario y social es insostenible. Es algo que, aunque parezca increíble, es la apuesta de buena parte de una oposición que se define como republicana e institucionalista.

Yendo a lo concreto, el Senado se apresta a aprobar el proyecto de Presupuesto 2021, ya con media sanción de la Cámara de Diputados. Proyecta un crecimiento del 5,5% del PBI, un déficit fiscal primario del 4,5%, una tasa de inflación anual del 29% con un dólar a 102,4 pesos.

En esas cifras está contenida la mayor parte de los conflictos en curso.

Todo el mundo coincide en que el proyecto elaborado por Guzmán y su equipo tiene prolijamente en cuenta el inicio de las negociaciones con el FMI a mediados de este mes, cuando se discutan números y condiciones precisas para el pago de los 44.000 millones de dólares de deuda contraída en la gestión de Mauricio Macri.

Por lo pronto, se sabe que su directora general, Kristalina Georgieva, pidió o exigió (por ahora, la relación Guzmán-Kristalina es de los más gentil) que se mantenga la proyección de un descenso del déficit fiscal del 6% de hoy al prometido 4,5% que postula el Presupuesto. Pero también ha dicho que la pandemia exige que los estados aumenten el gasto social, especialmente donde las poblaciones están más desprotegidas frente al derrumbe mundial de las economías y el aumento exponencial de la miseria.

Para una economía que recién comienza a recuperarse, una reducción del déficit al 4,5%, que Guzmán le promete a todo el mundo, es una prueba de fuego. Para una legión de economistas esa meta solo es alcanzable con una severa restricción del gasto público, que se lograría a partir de que la llegada de la vacuna contra la peste permita disminuir el sideral gasto en salud. Esto, combinado con una reactivación económica que mejore el empleo y aumente significativamente la recaudación, permitiría reducir gradualmente la inversión social.

De hecho, en el proyecto no se incluyen  las erogaciones por el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia), ATP y los programas de ayuda alimentaria, lo que ha sido interpretado de dos maneras. Una el Ejecutivo está planeando un ajuste que dejaría en la intemperie a la mitad de la población argentina, como piensan o desean algunos analistas, y como reclama a coro el establishment. Dos: se trata de una apuesta sumamente audaz al mejoramiento de la situación económica y a la contención de la especulación financiera, quizás combinada con alguna verónica destinada al Fondo, que podría aportar recursos extra.

En algún momento algunas versiones indicaban que Kristalina pediría que el gobierno se corte los brazos y desista del ambicioso plan de obras destinadas a Transporte, Viviendas y Agua Potable, que absorbe el 61,9% de la inversión de capital del año próximo. Por la participación de cooperativas y organizaciones sociales, por la mirada de género que incorpora y, sobre todo, por su papel crucial en la recuperación de puestos de trabajo e inversión, el plan de obra pública es la gran apuesta para dinamizar el mercado interno.

Ahora se sabe que el gobierno pedirá asistencia al Banco Mundial y al Banco Interamericano de Desarrollo para financiar el plan de obras y evitar aumentar la emisión monetaria, otra de las promesas de Guzmán para tranquilizar a propios y ajenos.

Sea como fuere, nada augura tranquilidad para la gestión del Frente de Todos. No hay encuentro con los dueños del capital donde no aparezca el pliego de condiciones: recorte del gasto público, reducción de “la carga impositiva”, libertad de mercado para los precios, los salarios y las transacciones financieras en divisas. Y por si esto fuera poco, en la última reunión con la AEA, Magnetto pidió el apartamiento de CFK del gobierno.

La pelea por quién paga los enormes costos de la crisis no ha menguado en absoluto. Por el contrario adquiere ribetes de ferocidad y violencia que nos acercan a los de otros países de América latina. A esta altura, si alguien de quienes están en el gobierno esperaba alguna sensibilidad de las clases propietarias ante la crisis, se habrá sentido interpelado por la carta de CFK.

Ese es el marco en que se desenvuelven las negociaciones con el establishment que la mismísima Cristina pareció autorizar cuando sugirió o propuso, hablando de los estragos del bimonetarismo argentino, “un acuerdo que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales de la República Argentina”.

Es improbable que la vicepresidenta olvide, siquiera por un instante, la odiosa capacidad de extorsión de banqueros y financistas, de las celadas que tienden todo el tiempo, de las complicidades del establishment con la burocracia sindical y algún sector del Frente de Todos, que pugnan por otro rumbo en la gestión de gobierno.

Pero no hay caminos rectos hacia la recuperación económica y social en los términos y condiciones que se propone la coalición de gobierno. Su base militante vive en permanente ebullición y exige “una radicalización de la prudencia”. La confrontación con el poder real no admite hoy una batalla final o por lo menos definitoria. Demanda “una estrategia de aproximación indirecta que vaya mejorando el equilibrio de poder aunque en el camino habrá algunas batallas perdidas”, según teorizaba una ilustrada asesora del gobierno citando a Sir Basil Henry Liddell Hart, “el capitán que le enseño estrategia a los generales”.

En verdad, hubo varias. En Guernica, donde todos perdieron salvo los bellacos que fueron los primeros y verdaderos usurpadores, una de las desalojadas se lamentaba: “La policía quemó mi casilla con las dos mascotas de mis hijos. ¿Cómo pueden hacer algo así? ¿Ellos no tienen hijos? Yo me hubiera ido con los demás, pero mi referente nos dijo que si aguantaba y me quedaba me iban a dar el terreno”.

En estos días de rabia y lágrimas vale recordar aquella preocupación que Néstor Kirchner le confió al entonces intendente de La Matanza Alberto Balestrini, cuando se refirió a la policía bonaerense como un grave obstáculo para la gobernabilidad democrática.