Con el lentísimo escrutinio ya más avanzado, y con claros indicadores de un triunfo de Biden en Estados Unidos -aunque Trump prometa una batalla legal de derrotero incierto-, se impone la pregunta sobre su impacto local. Y la verdad es que, por el momento, solo podemos especular. Lo que ocurra en Estados Unidos siempre es importante para cualquier gobierno argentino, porque es la gran potencia global y el regulador de lo que ocurre en nuestra región. Pero las opciones lucen restringidas. A la Argentina lo que más le preocupa es el apoyo de Estados Unidos en el FMI: obtener los mayores desembolsos posibles de dólares con la menor cantidad de imposiciones. Estados Unidos, mientras tanto, va a embarcarse en una etapa de reconstrucción política, económica e internacional.

 Un viejo lema de la política argentina y latinoamericana es que al sur del río Bravo nos va mejor con los republicanos que con los demócratas. Según ese argumento, el liberalismo internacional de los demócratas es más intervencionista que el aislacionismo de los republicanos. La historia, en grandes pincelazos, parece decir algo de eso: las diferencias con Yrigoyen, el boicot de los años 40 y el Consenso de Washington de los ’90 ocurrieron cuando gobernaban los demócratas. No cierra perfecto: los golpes de Estado de los ’70 coincidieron con los republicanos Nixon y Ford. Más recientemente, la autonomía que gozó el Sur en la primera década del siglo XXI fue facilitada por la obsesión de Bush en Medio Oriente; los demócratas lo acusaban de “perder América latina” por desidia y buscaron “recuperarla” en el segundo gobierno de Obama. Su vicepresidente Biden, de hecho, fue el arquitecto del “acercamiento a Cuba” (para evitar que China y Rusia se metieran demasiado), que Trump canceló. Este último se interesó poco en la región y fue un “gran amigo” financiero de la Argentina; el gobierno del Frente de Todos hereda su generosidad en el Fondo. 

 En 2020, la peculiaridad de los “nuevos” demócratas es que entienden que el republicanismo trumpista se convirtió en un riesgo institucional. Una suerte de enemigo populista interno, que amenazó a la democracia, la paz social y el prestigio liberal internacional de la gran potencia de occidente. No importa cuánto hay de cierto en esto: el dato sólido es que la dirigencia demócrata parece verlo así, y en esos términos ha organizado su campaña presidencial. El partido se unificó como nunca detrás de un objetivo: “sacar a Trump” de la Casa Blanca. Inclusive su influyente ala progresista -representada por dirigentes como Sanders, Ocasio y Warren- se encolumnó detrás de Biden, cuyo estilo conservador juzgaron adecuado para atraer a republicanos moderados y restar apoyo al diablo rojo.

 En ese contexto, un gobierno demócrata postrumpista tendría un espíritu de restauración. Hay clima de “gobierno del partido”, más que de liderazgo personalista de Biden; veremos cuán posible es eso en la tradición y las instituciones de Estados Unidos, donde el presidente elige a su equipo de confianza sin deber nada a los derrotados en las primarias. Pero ese espíritu puede trasladarse a las políticas. Para América latina eso puede significar más multilateralismo, y mayor peso de las burocracias del gobierno de Washington y los organismos internacionales en la toma de decisiones. Eso, en principio, no significa mucho para Argentina. Solo un cambio de método. Probablemente, el mayor efecto sea indirecto. Hoy nuestra mayor fuente de incertidumbre viene de Brasil. Bolsonaro inició su gobierno con amenazas de abandonar el MERCOSUR y fuertes críticas a la Argentina, que Alberto Fernández respondió. Nunca hubo dos presidentes en Buenos Aires y Brasilia que se llevaran tan mal. Y la geopolítica bolsonarista estaba envalentonada por el trumpismo y la ilusión de una alianza entre presidentes. En ese sentido, podemos conjeturar que un cambio de timón en Washington podría aplacar a Bolsonaro. Pero no es más que una hipótesis.