La impunidad no tiene como contracara el deseo de punición como solución a un problema que llevaría ese nombre. Lo que nombra la impunidad es la distancia entre unos privilegiados aparentemente a resguardo de la ley, y otros, la mayoría, punibles e incluso expuestos a la arbitrariedad de leyes que nos los contuvieron en su constitución. Las filtraciones que dejaron al desnudo un viaje de confabulación que involucra jueces, un fiscal un funcionario de la Ciudad de Buenos Aires, un ex jefe de los fiscales de la provincia de Buenos Aires, un ex servicio y un grupo mediático, expusieron la gramática –por cierto, bastante vulgar– de la impunidad. La indulgencia de medios y políticos afines no sorprende, pero la indiferencia o incluso la resistencia a creer en la materialidad de los mensajes y del viaje mismo por parte de sectores tomados por el fervor antipopular preocupa.

Los nombres propios involucrados se inscriben en una trama que se desarrolla a espalda de los intereses de las mayorías e incluso en su contra. Por eso vale lapena mencionarlos una vez más: Julián Ercolini (juez federal), Pablo Yadarola (juez en lo Penal Económico), Pablo Cayssials (juez en lo Contencioso Administrativo), Carlos Mahiques (juez de Casación Penal y ex ministro de Justicia durante la gestión de María Eugenia Vidal), Juan Bautista Mahiques (fiscal general de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires), Marcelo D’Alessandro (ministro de Seguridad en la actual gestión de Horacio Rodríguez Larreta), Leandro Bergroth (ex agente de la AFI, durante el gobierno de Macri), Reinke (empresario publicitario ligado al empresariado y al Estado rionegrino), Nicolás Van Ditmar (lugarteniente del terrateniente Joe Lewis, amigo de Mauricio Macri y sentenciado por apropiarse ilegalmente de un lago patagónico) Pablo Casey (director de Asuntos Legales e Institucionales del Grupo Clarín y sobrino de Héctor Magnetto) y, claro, Jorge Rendo (CEO del Grupo Clarín).

 Hace dos años, el fiscal federal Federico Delgado, no solo abogado, sino también avezado en las ciencias políticas y en el análisis de las instituciones, publicó un libro titulado República de la impunidad, donde muestra hasta qué punto se distancia del corporativismo de los tribunales. El fiscal que en su momento denunció el asedio del ex director de la AFI macrista, el procesado Gustavo Arribas y del propio juez fallecido Claudio Bonadío, que contribuyó con la comisión bicameral para la investigación de la deuda externa en 2015 y que tuvo a su cargo la causa de José López (el ex secretario de Obras Públicas de Cristina, con De Vido como Ministro), entre otras causas resonantes, ofrece en esta conversación un punto de vista estructural disparado por el escándalo. 

 -Hay un discurso extendido en la sociedad, según el cual la “corrupción” en el seno del Estado aparece como un problema solamente moral. Sin embargo, cada vez que se descubre el accionar ilegal de jueces o salen a la luz formas de desvío de fondos públicos, sobornos o beneficios a contratistas (o sea, el empresariado), advertimos que se trata de un problema político. ¿Se trata, en el fondo, de la distancia que existe entre los espacios de decisión sobre los asuntos comunes y la ciudadanía, incluyendo a sus actores más organizados?   

 -Obviamente que la corrupción tiene una dimensión moral y que es muy importante atender, pero también es un componente de la forma en que se sedimenta el ejercicio del poder político en América Latina en general y en nuestro país en particular. Decía Aristóteles que una sociedad es autocreación constante a través de prácticas que van generando una forma material de vida. Esa forma material de vida tiene su expresión en las mediaciones institucionales que esa sociedad se auto instituye. Ese vector es el que permite mensurar la extensión y la profundidad de la democracia. Cuanta mayor cantidad de ciudadanos estén en condiciones de participar en la discusión sobre dicha forma material de vida, mayor será la democracia. En nuestra región y en nuestro país no hemos logrado extender el derecho de propiedad de manera tal que los ciudadanos tengan resuelto el derecho a la existencia y los medios para conseguirla, como lo establecía la constitución de Robespierre de 1793, ello generó que algunos grupos sociales se disputen las instituciones públicas y a veces las consideren como un «botín». Esto significa que las instituciones comunes, funcionan de acuerdo con fines particulares. El uso de lo público con fines particulares es la definición generalmente aceptada de corrupción. Por ello la corrupción es un componente estructural del ejercicio del poder político. En un viejo texto que vio la luz en 1984, llamado Y a mí que mierda me importa, Guillermo O’ Donnell lo explicó magistralmente.

-En tu libro “República de la impunidad” (Ariel, 2020) te referís a la naturalización de la impunidad, entre la resignación y la indiferencia ciudadana. El hecho de que por definición ese significante se refiera a las prácticas de las elites económicas, políticas, judiciales, ¿contribuye en alguna medida a alimentar la distancia o el desinterés?

-La idea que planteo en “República…” tiene que ver, básicamente, con que las mediaciones institucionales que contempla la constitución fueron expropiadas por élites políticas y económicas que, con formatos diferentes pero con intereses no tan diferentes, rotan en los roles de gobierno. Ello llevó a un formato del poder político que, entre otras cosas, construye lejanía con respecto a las grandes mayorías. Uno de los principales elementos de esa construcción de lejanía es el lenguaje. La jerga burocrática, que es un servicio público, establece barreras para relacionarse con los ciudadanos a quien debe servir, por ejemplo.

Desde aquel famoso libro de Verbitsky, “Robo para la corona”, a comienzos de la década del 90, hasta este momento parece que el discurso anticorrupción cambió de bando, pasó del progresismo a la derecha. Al mismo tiempo, en los últimos años proliferó la asociación de la corrupción política a espacios que representan electoralmente a sectores populares, tendencia muy conveniente para las élites y aparentemente recibida acríticamente (cuando no de manera cómplice) por sectores medios y altos de la sociedad. Otro elemento importante de tu planteo tiene que ver con nombrar a la trama de corrupción sin separar al sector público de las responsabilidades del sector privado, muchas veces encarnado por poderes fácticos más robustos incluso que cualquier agente o funcionario estatal

-Estoy de acuerdo con lo que decís. Pero me parece que es más profundo aún. El republicanismo es esencialmente plebeyo. Y la lucha contra la corrupción es una bandera republicana porque el republicanismo de acuerdo con Francisco De Vittoria, con Bartolomé de las Casas y Juan de Mariana constituye una reacción a los abusos del poder instituido. Kant, Hegel y Marx sabían muy bien todo esto y en nuestro país María Julia Bertomeu lo explica con mucha claridad sin cansarse. Lo que intento decir es que las banderas republicanas, edificadas en derredor de la libertad entendida como no dominación, se desplazaron hacia otros espacios más bien ligados al poder instituido. De esta manera, la corrupción se volvió una especie de comodín que se disputan las élites de acuerdo con los capitales que representan.

* El autor es ensayista, docente e investigador (UNPAZ, UNA, IIGG-UBA), codirector de Red Editorial, integrante del IEF CTA A. Autor de Nuevas instituciones (del común), El anarca (filosofía y política en Mx Stirner), junto a Adrián Cangi, entre otros.