En las políticas universitarias, el macrismo ha pulido un mecanismo un tanto discutible, para decir lo menos: ratificar los errores y pervertir los aciertos. Los lectores podrán decir que esa caracterización se puede aplicar a todas sus políticas. Pero en el campo de la universidad hay un nivel de refinamiento y sutileza particular. Sencillamente, el objetivo último es la desaparición del sistema público, tal como lo conocimos históricamente.
Permítanme una analogía: la crisis del empleo y del poder adquisitivo no tiene como objetivo la desaparición de las clases populares, sino apenas su disciplinamiento. En el caso del sistema universitario, en cambio, el macrismo cree que la universidad pública es un exceso de los tiempos populistas que debe ser corregido –de los tiempos populistas clásicos, no de los recientes: la gratuidad y el ingreso irrestricto son un invento del peronismo del siglo pasado, no del kirchnerismo. No hace falta invocar la procedencia de los funcionarios, mayoritariamente salidos de universidades privadas –en general, mediocremente evaluadas por los rankings internacionales en los que esos mismos funcionarios confían. No: el macrismo participa además de un sentido común que sostiene que hay que limitar el ingreso y arancelar los estudios de grado –porque los de posgrado ya son arancelados, dicho sea de paso. Entonces, desde esa creencia, el ajuste vertiginoso a que han sometido a los presupuestos universitarios y a los salarios docentes significa construir la plataforma desde la cual el “sinceramiento” y la “corrección de variables” conduce, necesariamente, a limitar y cobrar.

(Dije vertiginoso: los fondos para “funcionamiento” –prender la luz y las estufas– se acaban en agosto, y con los 500 millones agregados, en octubre. No hablamos de investigación, becas, infraestructura, equipamiento: eso no existe más. Respecto de los sueldos docentes, vamos a terminar extrañando a López Murphy, que recortó un 13% los salarios. La inflación y el congelamiento virtual de los sueldos docentes desde octubre pasado significa un recorte del 30%, peso más, peso menos).
Ratificar los errores: el kirchnerismo había cometido muchos en su política universitaria. Las mejoras salariales se estaban esfumando gracias a

la perversa acción combinada de la inflación y el Impuesto a las Ganancias; el presupuesto se distribuía sin criterios más o menos claros; la planificación era una palabra poco usada; la articulación con el sistema de ciencia y técnica era bastante desastrosa; las universidades nuevas se crearon sin mucha discusión sobre las carreras a ofrecer y con demasiada influencia de los caciques territoriales; los convenios y contratos particulares generaban flujos de fondos sin mucho control hacia ciertas universidades en desmedro de otras; no se creaban puestos de dedicación exclusiva –la dedicación imprescindible para hacer universidades en vez de enseñaderos– sino que se acumulaban dedicaciones bajas y en muchos casos precarizadas. Esta lista podría engrosarse.

Y sin embargo, como tantas otras cosas en el gobierno pasado, se iba tirando, a pesar de todo. Podían hacerse las cosas mejor, y generalmente se prefería hacerlas a medias. Pero todo el sistema funcionaba con una dirección virtuosa, aun con todos esos errores: la idea de que la educación es un derecho popular y una inversión estatal, jamás un privilegio o un gasto. La creación de universidades, por ejemplo, merecedora de tantas críticas, acertaba en un principio básico: le permitía el acceso a la universidad a decenas de miles de personas procedentes de familias que jamás habían visto una. Y eso se complementa con un dato que es a la vez político y estratégico: la tasa de graduados y estudiantes universitarios de un país es decisivo en índices tales como el desarrollo humano y es la plataforma básica para cualquier idea de país moderno –para no hablar de “nimiedades” tales como la democratización, la igualdad de oportunidades, la tan mentada “inclusión social”, entre otras. Del mismo modo, los reiterados lamentos sobre las bajas tasas de graduación –y una pretendida mayor eficacia de las universidades privadas, que en general aprueban y gradúan a todo aquel que pague– no se solucionan dejando gente afuera, sino trabajando con los y las estudiantes adentro: es decir, tratando de solucionar los déficit de la enseñanza pública y privada en la secundaria con más y mejores docentes, atentos y dedicados a un trabajo personalizado –nadie piensa en un docente por alumno/a: las experiencias de talleres y grupos pequeños dedicados a la retención suelen dar muy buenos resultados. Pero precisan tiempo.

Ese tiempo es el que la política de Macri a través de Bullrich –un tipo que ya demostró su inoperancia destruyendo el sistema público en la Ciudad de Buenos Aires y que ahora va por más– ha decidido desconocer, clausurar, impedir. No es paranoia: está en la base de los modelos de ajuste que Macri admira –el inglés y el español, que han destruido a sus universidades públicas. El sistema universitario merece muchas críticas, sin duda, y profundas reformas. Por ejemplo, la propia Universidad de Buenos Aires, atravesada por malgastos, distribuciones arbitrarias de presupuesto, negocios turbios; todo administrado por, precisamente, el macrismo radical, en alianza con lo peor del peronismo.  <