En diciembre de 2019, a los pocos días de haber asumido la presidencia, Alberto Fernández envió al Congreso la ley de Solidaridad y Reactivación Productiva. La norma se aprobó y le dio al primer mandatario amplia capacidad de acción para tomar medidas económicas, como definir aumentos jubilatorios. La ley contenía un artículo con un efecto inverso. Le puso un límite a la capacidad de incrementar retenciones. Dejó un margen de tres puntos respecto de las alícuotas que había al momento en que se sancionó.

Ese artículo fue incluido para enviarle una señal a las patronales agropecuarias. El mensaje era: no habrá una nueva 125. Sintonizaba con uno de los rasgos con los que el albertismo abordaba la gestión, tratar de construir otro tipo de relación con los poderes fácticos con los que Cristina Fernández había tenido fuertes tensiones.

Ese artículo de la ley choca con el cuarto de la Constitución Nacional que le asigna al Poder Ejecutivo la administración de “los derechos de importación y exportación” para proveer “los gastos de la Nación a través del Tesoro”. Está presente en Carta Magna desde 1853 y nunca fue modificado. El manejo del comercio exterior -las retenciones son parte- recae en el Poder Ejecutivo. No es una potestad del Congreso.

El gobierno trabó su capacidad de acción. No es una cuestión legal. La Constitución está por encima de cualquier ley. Es un tema político. Ahora depende del Congreso para subir retenciones o debería violar la norma que impulsó.               

No se sabe si el cristinismo compartió el diagnóstico inicial sobre la necesidad de acercar posiciones con estos sectores. Habría que viajar en la máquina del tiempo y transformarse en mosca para colarse por la ventana de alguno de los encuentros primigenios.

La visión predominante en el albertismo es que el segundo gobierno de Cristina terminó mal. Este supuesto fracaso del segundo mandato de CFK se explicaría por haber exacerbado las contradicciones que tiene el modelo económico que pone al mercado interno como motor fundamental. Trae consigo-se sabe-el aumento de la demanda de dólares por la propia estructura productiva que se expande. Y en algún momento se produce extrangulamiento externo, que en buena medida le tocó administrar a Axel Kicillof como ministro de Economía. La respuesta, entonces, es poner mayor acento en las exportaciones. Atar la expansión del mercado local al crecimiento exportador. Eso explica que ministros del Ejecutivo-el propio Martín Guzmán-tengan un mensaje ambivalente sobre el aumento de los derechos de exportación, medida que, supuestamente, les quitaría estímulo económico a los productores de cereales para producir y exportar más.  

El otro punto es político. El modo de relacionamiento con los poderes fácticos, económicos y mediáticos. Hay algo innegable: las políticas consensuadas tienen la posibilidad de lograr mayores resultados y, especialmente, de perdurar en el tiempo. Nadie puede discutir eso. Si el consenso no es posible, ¿qué se hace? ¿Se renuncia al objetivo central?

Alguien puede soñar que Argentina logrará los acuerdos sociales que consiguió Australia bajo el gobierno del sindicalista Bon Hawke, entre 1983 y 1993, cuando transformó parte de la estructura productiva sin modificar demasiado el Estado de Bienestar de la isla. Lo hizo con el respaldo de los sindicatos y los empresarios.

Para bien y para mal, no somos australianos. Los consensos, al uso nostro, llegan por asentamiento del conflicto y no tomando un café. Las dificultades que está teniendo el gobierno para administrar situaciones críticas, como la disparada de los alimentos, son la prueba de que algo hay que modificar en el abordaje.  «