Las enfermedades son célebres causales de estigmas sociales, y eso se aplica especialmente a las transmisibles por virus o bacterias. Ocurre que estos microagentes biológicos ingresan en nuestros cuerpos bajo determinadas condiciones sociales, y al infectado, que sufre sus efectos malignos, para colmo suele caerle encima el peso social del contexto que facilitó su contagio. En cambio, enfermedades no transmisibles como el cáncer, el Parkinson o la diabetes, terribles de por sí, al menos no vienen acompañadas por la culpa y el remordimiento social. Los virus son tan estigmatizantes, que es muy frecuente que sus portadores no se animen a reconocerlo. Un caso bien típico de ello fue el HIV-SIDA, al principio era denominada «peste rosa» por los medios y la opinión pública. Todas las enfermedades de transmisión predominantemente sexual vienen con una carga pesada. Y las de la pobreza no se quedan atrás. Nadie se anima a contar alegremente que tuvo dengue, aunque cuando hoy tengamos una gran propagación del mosquito de puntitos blancos en los barrios porteños de clase media-alta. O mal de Chagas, pese a que varios estancieros fueron picados por la vinchuca. En cambio, una buena malaria pescada en un safari fotográfico en el Río Amazonas es una anécdota casi atrapante. Las dinámicas de la estigmatización son predecibles, pero no menos fascinantes.

El CovidD-19 trae también sus significados desagradables. Los adultos mayores de 70 años, clasificados en forma algo alarmante como «grupo de riesgo» -no aclarando que hay muchos mayores de 70 años que gozan de excelente salud- y obligados a confinarse más que el resto de los porteños y conurbanenses, sufren bastante la etiqueta, que potencia los malestares de la cuarentena. Pero esa no es la única desgracia que se cierne sobre los enfermos del coronavirus. En su primera versión, se culpabilizó a los viajeros al exterior del tramo final del verano de importar el virus: se los tildó de «irresponsables» -como si en febrero y la primera quincena de marzo hubiera habido una conciencia extendida sobre lo que venía- y se habló de una «enfermedad cheta». Y ahora, con idéntica lógica estigmatizante, se instala en el público la idea de que el virus es un problema de las villas del conurbano. Según esta nueva imagen, los contagiados son aquellos incapaces de mantener una distancia social mínima, y quienes no pueden higienizarse a sí mismos o a los alimentos que consumen. Los que necesitan salir a la calle a ganarse el pan de cada día.

El impacto del contagio crea nuevas diferencias entre productores de su propia riqueza, y los dependientes de la ayuda estatal. Entre las empresas que reciben el ATP para pagar los salarios de sus empleados se crea una nueva jerarquía: están aquellas que pueden subsistir, y aquellas a las que ni el subsidio estatal les alcanza para mantenerse a flote. Lo mismo sucede con los que se anotan para recibir el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Esta ayuda del Estado no se parece a las anteriores, dirigidas a quienes se quedaron sin empleo o en la pobreza por las inclemencias de la economía. Quedarte sin trabajo “por la situación económica” -la principal explicación de la pérdida- es una justificación comprensible para todo el mundo. Ahora, en cambio, los más afectados son los no indispensables. Lamentablemente, la covid-19 establece una complicada distinción (en todos los países, cabe aclarar) entre trabajadores esenciales y no esenciales, que pega sobre la dignidad de estos últimos. Los esenciales no son solo los heroicos trabajadores de la salud, que hasta hace poco recibían los aplausos de la clase media porteña cuando el reloj daba las 21, ni los laboriosos científicos que desarrollan nuevos “kits” para paliar la epidemia: son también los productores y distribuidores de alimentos, los que nos transportan, vigilan, abastecen de productos sanitarios, comunican. Una enorme cantidad de actividades “no esenciales” quedan a un costado, dejándonos la impresión de que poseen una utilidad menor. Porque tanto el Estado como el mercado pasó a considerarlas así.

Todas estas divisiones que nos deja este virus invasivo y penetrante, con sus promesas de contagio rápido y certero, las vemos en la vida diaria y en las geografías. Hay barrios de riesgo y zonas limpias, la pobreza se vuelve un problema de malos hábitos, los trabajadores más necesarios con permisos de circulación; el geriátrico como símbolo recipiendario de todo lo problemático de nuestra sociedad. Países (sociedades) y sistemas mejores que otros. En suma, estamos ante una pandemia que crea y reproduce divisiones sociales, etarias, económicas y geográficas de todo tipo, que solo la eliminación total del virus, o su circulación irrestricta, virus podrían resolver, al menos en apariencia. Mientras tanto, hay que trabajar y con eficacia rápido para estos nuevos efectos discriminatorios de una pandemia que nos pega por todos lados.