Hace medio siglo, Guillermo O’Donnell, el más importante teórico argentino de los problemas de la democracia, concluía que la recurrencia cíclica a gobiernos autoritarios en la Argentina se originaba en un rasgo definitorio de sus clases dominantes: su negativa radical a aceptar un pacto de gobernabilidad democrática basado en una distribución más equitativa de la riqueza. No igualitaria, apenas equitativa, lo que implicaría alguna forma de Estado Social periférico. 

Muchos años después, en 2014, O’Donnell afirmaba: “El origen de muchas de las cosas que ocurren hoy está en la combinación entre ese Estado asesino (la dictadura militar) y los estertores de una oligarquía que llevaba cuarenta años queriendo vengarse de ese pueblo indisciplinado. Como economista, Martínez de Hoz demostró su abismal ineptitud, pero en su venganza social ha sido un gran triunfador, en el sentido de desindustrializar, de dispersar a la clase obrera lejos del peligroso cinturón que produjo el 17 de Octubre, atomizarla, matar a algunos dirigentes sindicales, sobornar a otros.” (Entrevista de Horacio Verbitsky para El Historiador, 1/5/2014). 

La persistencia de la matriz económica y social que impuso la dictadura permitió que los ciclos se repitieran en la era del capitalismo financiero, construyendo una suerte de democracia de excepción en la que los derechos sociales no pueden ser ejercidos por millones de familias condenadas a la intemperie colectiva. En estos días, un destacado columnista político del multimedio La Nación dijo en el canal del grupo que la pandemia “nos sorprendió al permitirnos descubrir la pobreza extrema”. Y una corresponsal internacional de la misma empresa se preguntaba en cámara por qué “un modelo económico exitoso, en una democracia liberal como la de Chile”, ha sido cuestionado en las calles por las formidables movilizaciones que se sucedieron en 2019 y 2020. La respuesta que se dio a sí misma fue que los pobres de ese país se rebelan porque “quieren acceder a derechos que son de la clase media”, en referencia a la educación, la salud y la seguridad social, que en Chile no parecen ser derechos sociales básicos sino mercancías. 

Pero si los pobres se han vuelto visibles en Chile porque se han rebelado, y aquí también, a causa de la pandemia, los ricos han quedado expuestos bajo una luz que desnuda su codicia. 

En los días que corren, la asombrosa revelación de la lista de empresas y hombres de negocios que entre 2015 y 2019 se llevaron a paraísos fiscales o escondieron de cualquier forma más de 86.000 millones de dólares, sustrayéndolos de la economía nacional, es una perfecta radiografía del país y la oligarquía que describía O’Donnell. 

Más aún, los apellidos de las familias millonarias y los nombres de las principales empresas fugadoras se repiten a la lo largo de las décadas, casi puntualmente. El conocido informe del Banco Central, que un portal de negocios describió como “de claro tono político”, revela que el 1% de las empresas involucradas adquirió 41.124 millones de dólares en concepto de formación de activos externos, y tan sólo el 1% de los compradores individuales acumuló 16.200 millones durante ese período. 

La fuga de capitales demuestra hasta qué punto el excedente económico, fruto de la producción, el trabajo y el ahorro argentino, es vampirizado por una minoría privilegiada conformada por los grandes grupos que han crecido en la exacción al Estado. Sus activos se formaron y multiplicaron con contratos y concesiones, a menudo extorsivos y seguidos de renegociaciones ruinosas como la del Correo Argentino, los peajes y las grandes obras públicas de realización interminable, que causaron perjuicios varias veces millonarios al patrimonio común. También fueron y son beneficiarios de la maraña de subsidios, exenciones y quitas impositivas, estímulos, promociones, compensaciones y privatizaciones arrancadas al Estado, cuyo rendimiento es trasladado sistemáticamente al circuito financiero internacional. 

El colmo llegó en las últimas semanas, cuando ejecutivos de grandes empresas y, en muchos casos, también sus esposas, cobraron el aporte estatal que compensa las rebajas salariales que benefician a esas mismas empresas. 

Con estos patrones de las finanzas, expertos en escondites fiscales, se ha sentado en estos días de crisis el presidente Alberto Fernández, que asumió el gobierno con dos epidemias, la del dengue y la del sarampión, y dos pandemias, la del coronavirus y la de las finanzas globalizadas, a la cual está sujeta la deuda pública argentina, cuya plan de pago se debate en estas horas cruciales. 

Los interlocutores del presidente en esas reuniones son el poder real, concreto y sólido, y lo ejercen sin vacilaciones ni compasión. Fernández tiene una suma de consensos difícil de igualar para cualquier mandatario de cualquier país, pero no puede ignorar a los dueños de los medios de producción material e inmaterial de la Argentina. Ningún presidente ha podido gobernar el país en paz sin algún grado de asentimiento de esas corporaciones. Lo supieron y sufrieron, en contextos diferentes y con suerte diversa, Alfonsín e Illia, Néstor y Cristina Kirchner. El gobierno del Frente de Todos sufre el acoso sistemático de esos grupos, cuya estrategia se despliega a través de los medios de comunicación de masas. 

Se ha dicho que el presidente que hoy tenemos es un amable componedor que no ha elegido enemigos y que procura no hacerlo. Avezado político, seguramente no se le escapa que hay confrontaciones inevitables a menos que se amainen todas las velas. 

Quizás, imitando a Néstor Kirchner, no querría elegir sus enemigos sino tomar las decisiones políticas que considere imprescindibles, a sabiendas que a partir de ellas los enemigos vendrán solos sin que pueda evitarlos. Por lo pronto las grandes empresas van degollando mientras llega la orden, con una verdadera avalancha de suspensiones, despidos y salarios impagos en la industria, el comercio, los servicios y los medios de comunicación, mientras intimidan a delegados y comisiones internas que tratan de resistir. 

Las patronales consideran que están en la antesala de la pospandemia, en la que esperan convalidar esos atropellos para que formen parte definitiva de una nueva normalidad.

La peste ha desnudado todas las miserias del capitalismo financiero globalizado y su capítulo argentino acabó por poner en carne viva la desigualdad extrema y la crueldad de una clase social de una voracidad sin límites. La fuga de capitales, la pobreza extrema de más de 15 millones de compatriotas, la privación de derechos y de bienes básicos que hacen a la condición humana, son fenómenos que se articulan y guardan una estrecha relación de causalidad. Configuran batallas en el futuro inmediato, seguramente de mucho antagonismo, que el gobierno del Frente de Todos, con el Presidente a la cabeza, deberá librar más temprano que tarde. Son los compromisos irrevocables adquiridos el pasado.10 de diciembre.