La historia del pensamiento, como la historia del arte y no menos los linajes políticos, habilitan encuentros, incluso hermandades, mediados por períodos que exceden (a veces por mucho) la brevedad de las vidas. No es una voluntad de trascendencia ni un resquicio metafísico lo que mueve a Diego Tatián a tejer complicidad con Deodoro Roca, sino la singularidad como lugar –existencial, político, enunciativo– desde el cual recobrar un pensamiento, una lucha, una inventiva. El redactor del Manifiesto Liminar de la Reforma Universitaria de 1918 ubicaba en el estudiantado y en la clase trabajadora (hoy el colectivo docente y el estudiantado forman una sola y múltiple clase trabajadora), una potencia transformadora o, al menos, un dinamismo irreductible.

No sabemos a ciencia cierta cuándo un proceso histórico o un fenómeno social y político se interrumpen o incluso a veces no sospechamos qué secretas continuidades alimentan sucesos venideros. La apuesta de la serie de ensayos que componen El efecto Deodoro recupera gestos, acciones, itinerarios e ideas capaces de engendrar nuevas posibilidades ahí donde las cartas parecen echadas. Establece una relación con aquella vitalidad, una continuidad desde nuestros propios dilemas… ¿Qué relación guardan hoy conocimiento y campo popular?, ¿qué nuevas tensiones se juegan entre localismo y universalidad?, ¿cuáles son las virtudes y riesgos de la autonomía en el marco de un proyecto nacional?, ¿cuáles la necesidad y los excesos de una práctica pedagógica?

La “continuidad” no designa en este caso una reedición de lo mismo, sino un nuevo enlace producto de un pensamiento “reencendido” (palabra que coloca Guillermo Ricca en el prólogo) bajo el “efecto” Deodoro. No se trata del efecto de sentido o del efecto de estructura imaginado y teorizado por los estructuralistas, sino de una operación historiadora que propone dejarse afectar por un acontecimiento que resulta, a la vez, lejano y cercano. El efecto es afecto. El rescate de la figura –el pensamiento y la gestualidad– del “máximo activista de la Reforma” habilita el retorno de una interrogación abierta como herida. Disputar la institución retrógrada, clasista y sectaria significa, en el fondo, instituir otras prácticas, revolucionar la captura y sacralización del conocimiento por parte de las elites; implica no solo abrir las compuertas de la universitas a las masas obreras o, como diríamos hoy, al campo popular, sino producir un sistema de interpelación también crítico y poco concesivo que los tenga como interlocución privilegiada. Trastocar la relación existente entre demos y saber no es cosa de todos los días, tal vez por eso exige una tarea diaria de diálogo con aquel momento extraño en que los ánimos políticos se alinearon y plantaron un nuevo posible.

El Manifiesto que funcionó como un llamado radical a los espíritus rebeldes y sonó como advertencia implacable a los ensillados de siempre, no deja de buscar un tono que pareciera rehusarse a encontrar definitivo. Incendiario, habla de amor; racional, se levanta contra “un concepto de autoridad”; ateo, proclama una “santa revolución”.   

Simón Rodríguez, tutor de Bolívar y pensador de la educación, tras la reconquista territorial por la vía bélica, marcó la necesidad de una instancia popular capaz de decidir qué se necesita saber desde dónde y en relación a quiénes. Una vez derrotado el enemigo, una vez expulsados los “godos” y con ellos las relaciones de dependencia que imponían, se abría otro reto que, según el bello texto que León Rozitchner dedicó a Simón Rodríguez, consistía en un saber primero: cuál es la dependencia de nuestro ser. ¿Cómo evitar reproducir hacia dentro las relaciones de dominación colonial? Esa pregunta, esa necesidad, funda cualquier proyecto educativo, cualquier búsqueda de conocimiento, curiosidad diletante o investigación institucionalizada. Por eso, la lucha que hizo posible aquella Reforma del 18 reúne su carácter latinoamericanista (anticolonial y antiimperialista) con su rechazo a las elites y las formas de burocratización locales. Sin embargo, el problema del pensamiento, del saber, del conocimiento dentro y fuera de la institución encuentra la dependencia en un nivel más: la relación de lo singular y lo común. El efecto Deodoro es también un alegato en favor de la rareza, ya que, si, como dijo un filósofo, el individuo es producto del poder, la liberación colectiva no deja de entrañar el peligro de nuevas formas de dependencia, esta vez, encubiertas por la sombra de la misma bandera. Deodoro en el 18 y Tatián en nuestros días no dejan de habilitar la diagonal. En lugar de un sistema de alineamientos, una cascada de singularidades: la rareza latinoamericana, la rareza universitaria, la rareza de una vida, la rareza de una idea…

Tatián anota que las gramáticas conservadoras de hoy nos enfrentan a palabras como “competencia”, “incentivo”, “mérito”, “emprendedurismo”, entre otras del reciente y no tan reciente acervo mercantil y empresarial. Se trata de un conservadurismo que no proviene de viejas tradiciones aferradas al tiempo hasta volverlo inocuo, sino de exigencias actuales que se presentan y se viven como la obviedad misma o incluso como banal sobreentendido: el rendimiento en cada recodo de la experiencia vital. El desafío es doble, ya que la ruptura no está claramente del lado de la tarea que en aquel 18 se plantearon los reformistas, sino que la idea de ruptura, como la de “cambio”, forman también parte de la disputa. Las derechas de hoy son más dinámicas –se escabullen incluso a las coordenadas políticas fijadas como efecto de la Revolución Francesa–, es decir, se plantean en sus propios términos sobrepasar los límites de lo posible. De ahí el estilo desembozado de sus discursos, la explicitación de lo que hasta hace unos años permanecía del otro lado del umbral de lo tolerable. ¿Es una buena estrategia para el progresismo vestirse de normalidad, llamar al orden o insistir con el buen sentido?

Agregamos un matiz. Las universidades bajo el efecto del neoliberalismo, aun las autoproclamadas populares, las que nos entusiasmaron por el tipo de apuesta que encarnaron, corren el riesgo de transformarse en islotes que confunden autonomía con pequeño despotismo, dada la lógica de la rapiña propia de las tierras arrasadas. Los formatos más avejentados del gobierno vertical se superponen con las consecuencias más recientes de la fractura de toda comunidad política. La precarización de las plantas docentes, las dificultades socioeconómicas del estudiantado y los presupuestos recortados para las universidades públicas colocan a todos los actores en condiciones de un apremio que corroe la democracia, justamente, en un espacio al que apostamos como prefiguración y reinvención democrática. Este derrotero es el reverso de las nuevas gramáticas que truecan conservadurismo por agilidad, tradicionalismo por flexibilización, elitismo por desregulación.

El efecto Deodoro señala, entre varias otras, dos cuestiones nodales que bien podríamos colocar del lado de una suerte de reforma permanente, es decir, no solo la Reforma como punto de quiebre, sino una atmósfera de reforma que se activa cada vez que el movimiento estudiantil se inquieta o cuando una coyuntura crítica interpela a la comunidad universitaria y toca una fibra popular, como por ejemplo cuando las lógicas territoriales toman parte en los asuntos universitarios. Universalismo y autonomía constituyen dos pilares de la reforma permanente, entre el “derecho sagrado a la insurrección” y la “democracia universitaria”.

Sabemos que las elites son tilingas por naturaleza, que los modelos extranjeros se acomodan en sus discursos con facilidad cuando se trata del desprecio a los cercanos y a los subordinados. Pero no se sonrojan cuando tienen que echar mano al lugar común telúrico si la influencia extranjera no les conviene, entonces, se aferran a las redes de poder anquilosadas en la territorialidad que fuera. El provincianismo es un efecto de dichos acomodamientos, siempre contra lo que las aperturas universales puedan traficar, se trate de vientos de igualdad, de nuevas vitalidades, de expresiones disruptivas, de procedencias inaceptables. El provincianismo cordobés o “cordobesismo”, neologismo de ocasión que en otro libro de Tatián (Contra Córdoba, 2015) se define como “un conservadurismo vuelto naturaleza que impide lo que nace y sobrevive finalmente a todo lo que se rebela”, no escapa a la genealogía de lo autóctono. Marcel Detienne explica en uno de sus trabajos (Cómo ser autóctono, 2003) que bien podría titularse “Contra Francia”, ese impedimento a “lo que nace”: el ser autóctono es lo nacido de una vez para siempre, la raíz como jerarquía, el ombligo como horizonte. De ahí que el historiador confiese jocoso su gusto por ser “foráneo en todas partes”. Pero hay un desplazamiento más para ese razonamiento: volverse algo foráneo en el propio lugar, registrar singularidades que se cuelan entre las pesadas capas de sentido que confirman día a día la voluntad de autoctonía, abrir una ventana donde otros cierran la puerta.       

Caldo de cultivo de mestizajes a todo nivel, fuente de desvelos y entusiasmos, el universalismo que reclama Tatián puede ser apertura para cualquiera, tanto como llegada de los “nuestros” a otras partes. Pero la mayor provocación del libro en este punto consiste en una suerte de radicalización del internacionalismo o “un universalismo en castellano”. La Internacional, en su afán revolucionario, no dejó de remitir en última instancia a sus fuentes europeas o a sus versiones soviéticas, proponiéndose llegar a todas partes desde esas partes. Los sistemas de enseñanza, las políticas culturales y, en particular, el sistema universitario tiende a reproducir esa tendencia. Tal vez, “un internacionalismo de otro orden” consista en la constitución de otros lugares desde los cuales producir mundo para el mundo. Ni veneración de las veleidades extranjeras ni localismos o regionalismos cerrados sobre sí, ni perfeccionamiento en el exterior ni chauvinismo cultural o académico, sino “el castellano como lengua capaz de acuñar conocimientos e interpretar el mundo de manera singular.” La universidad como laboratorio de y desde una lengua inventiva y hospitalaria.    

Si, como decíamos, el problema de Simón Rodríguez consistía en conocer la dependencia de nuestro ser, entonces, ¿cómo dejarse evaluar por la matriz de otra lengua, ya no simplemente la del imperio de turno, sino la lengua del mercado (concomitante con el mercado de la lengua)? En ese sentido, la interposición del castellano, incluso de los castellanos latinoamericanos en sus gradientes y derivas, nos ubicaría en condiciones paritarias ante otros saberes del mundo, ante otras bienvenidas culturas. La maquinaria de la evaluación tiende a mutilar lo que una lengua tiene de memoria sensible, tanto como de nuevos posibles; suspende tradiciones e interrumpe la imaginación. Asepsia y competencias, especialización y sistemas de puntajes forman parte del repertorio de la dependencia de nuestros modos de estar en la universidad, en la lengua, en el pensamiento. Desde una encuesta anual al estudiantado sobre cada docente, como si se tratara de una consulta de satisfacción al cliente, hasta la orientación de la carrera académica entre papers y congresos cada vez más específicos y al mismo tiempo incapaces de apresar algo de la experiencia real, o la hospitalidad del aula convertida en un servicio y la comunidad de inquietudes y estudios diluida en laberintos burocráticos. ¿Acaso la curiosidad pude ser evaluada?

La autonomía universitaria no formó parte de las conquistas desencadenadas por la Reforma del 18. En un texto de Guillermo Vázquez sobre la idea de autonomía en Deodoro Roca, publicado por la Revista Universidades (2017), se explica que “el reformismo discutía el encierro endogámico de la universidad, más que el riesgo de su intervención por poderes (estatales, fácticos, etc.) externos a sus puertas.” La autonomía aparecía como término anticolonial y luego antiimperialista, más allá de la cuestión universitaria. Sin embargo, la década del 30, infame respecto de muchas dimensiones de la vida social y política, lo fue también para la historia de la universidad pública. En un contexto de contrarreforma, la noción de autonomía pudo adquirir un valor coyuntural que luego fue añadido al repertorio de conquistas reformistas.

En un trabajo elaborado por Diego Tatián y Guillermo Vázquez, La autonomía hacia el centenario de la Reforma Universitaria (2018), por pedido de la unión de Universidades de Latinoamérica y el Caribe, se insiste en la necesidad de un pensamiento político más allá de todo tecnicismo y se especifica la tensión entre la regulación institucional (por tratarse de una Institución de derecho público) y la idea de autodeterminación y cogobierno. La autonomía como proceso político, constitutivamente polémico, supone algunas preguntas que insistirán de manera situada en cada momento histórico o instancia de resignificación: “autonomía para qué, autonomía de quién/es, autonomía con quiénes”.

A diferencia de aquellos tiempos en que la iglesia católica ostentaba poder de veto y decisión, la religión que interfiere más drásticamente en nuestra época en la capacidad de las universidades para autogobernarse inscribiéndose en proyectos nacionales y regionales, es la religión del mercado. La autonomía se dirime entre su disolución por desregulación y el ensimismamiento reactivo, incapaz de dar la discusión a la altura del problema. Autonomía supone, en principio, una pregunta soberana que guarda algo de indecidible, claro, desde la decisión de resistir a las lógicas adaptativas del capitalismo contemporáneo, no sin la disposición a discutirlo todo nuevamente a partir de una memoria activa. Actualísima e inactual al mismo tiempo.  

En un pasaje del trabajo mencionado, Tatián y Vázquez analizan un informe del Banco Mundial titulado “Momento decisivo: La Educación Superior en América Latina y el Caribe”. No es necesario aclarar que la preocupación del Banco Mundial por nuestros sistemas educativos nos genera especial preocupación… En ese informe los estudiantes figuran a la vez como consumidores y como actores con capacidades individuales que las universidades deben potenciar para el desarrollo, mientras que el colectivo docente es blanco de las mayores “preocupaciones”. Este “recurso” mantendría con el trabajo una relación de privilegio en comparación a otras profesiones y, para colmo, “es más probable que estén sindicalizados”. Además, la tradición de la autonomía aparece como un obstáculo a la hora de pensar “la educación superior en términos de rendimiento”, según comentan los autores. A contraluz, el informe permitiría ver la potencia de la autonomía, en tanto ésta resultara capaz de cuestionar la mercantilización de la educación, la orientación de la formación según las necesidades de las elites, e incluso habilitar espacios para la experimentación de nuevos saberes, no solo sobre la “dependencia de nuestro ser”, sino a partir de potencias a descubrir y redescubrir.   

Al mismo tiempo, la investigadora e historiadora de la educación Adriana Puiggrós (ex diputada y ex viceministra de educación), en una intervención de fines de 2017 en la UNAHUR, advierte sobre el riesgo de una lectura mercantilista de la idea de “autonomía”, en un contexto de avance del financiamiento por parte de grandes empresas, fundaciones y organismos internacionales a universidades locales. La autonomía, dice, se construye en relación al Estado nacional, a la construcción de una cultura nacional –agregamos, siempre en proceso– y en base al cogobierno. Según Puiggrós, cogobierno significa reconocimiento al conjunto de los actores de la universidad no solo como sujetos de derecho, sino como parte del proceso de formación, creación y gestión de conocimientos y saberes.        

En ese sentido, el cogobierno permite pensar, antes que en una idea abstracta y hasta monumentalizada de autonomía, en un juego de autonomías, donde la libertad de cátedra tiene un papel, el fomento a la investigación genera nuevas problemáticas, campos de estudio y vínculos interuniversitarios, la libertad sindical pone en valor al colectivo docente como un colectivo trabajador y debería resguardar al colectivo nodocente (y, de algún modo, a las agrupaciones de graduadxs) de la cooptación de las autoridades, donde la agremiación y politización estudiantil podría funcionar doblemente como un interfaz con la política nacional y regional y como espacio de protagonismo estudiantil dentro de la universidad. Es decir, que no hay autonomía sin democracia universitaria, ni democracia sin autonomías. Se trata de una crítica del poder religioso, estatal, mercantil y judicial, pero también de una crítica de hecho a la reproducción por parte de las propias autoridades universitarias de arbitrariedades similares. De la autonomía reformista a la constitución de un verdadero juego de autonomías como reforma permanente; un autogobierno que se ejercita como cogobierno efectivo.

Otro riesgo de la idea de autonomía pasa por su asimilación a una suerte de aislamiento en la práctica, como imitando la imagen liberal del individuo. El conglomerado de universidades públicas a nivel nacional y regional permite pensar, por el contrario, en un sistema muy rico y complejo de vínculos consustanciales con la posibilidad de fortalecer las autonomías. Las universidades como sistema colectivo resultan más fuertes, más porosas y mejor dispuestas a los vínculos reticulares. Así, la autonomía universitaria es autonomía del estudiantado desplazándose e intercambiando, del colectivo docente investigando y organizando espacios de los previstos y de los imprevistos; en definitiva, autonomía latinoamericana. La universidad, también llamada “casa de estudios”, como espacio hospitalario, con capacidad de alojar un universo de actores, saberes, inquietudes, y ser alojada por esos mismos actores y nuevas prácticas transformadoras de los modos de vida y de la universidad misma.

Si, como se decía en el Manifiesto Liminar, la ciencia pasaba, “frente a estas casas mudas y cerradas (…) grotesca al servicio burocrático”, hoy vivimos una crisis del proceso de apertura que tiene en las universidades del bicentenario su más interesante desafío. El riesgo de cierre y mudez actual no tiene que ver solo con el academicismo o el privilegio de clase –siempre blanco principal de nuestra mira crítica–, sino también con la burocratización y el reparto discrecional de lo que queda tras la devastación neoliberal. La universidad no es ajena al desfondamiento institucional ni a la rapiña que le sigue: hay fondos públicos, cargos, restos de un prestigio que se va desgastando, ocasiones para el ejercicio de un poder que alguna ciencia social llama “micro”, pero cuyos efectos sobre quienes padecen no pueden ser minimizados ni solapados. La universidad popular del siglo XXI, la que nos entusiasmó desde un comienzo y nos entusiasma en el marco de una apuesta nacional y regional, está en riesgo de dos maneras: por un lado, las derechas de siempre y las exigencias del capitalismo actual, las consideran excedentarias, un lujo para pobres y de poca utilidad para la configuración actual de la reproducción de la vida; por otro, los burócratas de siempre y el bloqueo de la acción política y sindical, es decir, de la disidencia, las exponen a un feroz verticalismo intramuros. Y no es una cuestión de “estilo” de conducción, sino de formas de actuar que subjetivan (¡y enseñan!), de vaciamiento del sentido político de la universidad y desánimo de sus actores, una de las formas existentes de la antipolítica.  

La pulsión conservadora hoy no es tan fácilmente identificable –como lo fueron el clero o las clases acomodadas en tiempos de la Reforma– cuando se viste de corrección política o incluso de moral progresista. Justo en el momento en que la disputa es por una universidad popular y feminista –en tanto los feminismos irrumpieron horizontalmente en las vidas y las instituciones–, basta un protocolo anunciado a la comunidad, unas declaraciones convenientes por parte de las autoridades, alguna actividad que se solidarice con los colectivos resonantes del momento… Pero ni el campo popular ni los feminismos conforman una mezcla de víctima y sujeto de cambio ofrecida para su uso por las instituciones y los mercados. Es ésta una época en que resulta demasiado fácil profesar lo que no se practica, construir incluso la imagen completa de un personaje o una institución a instancias de lo contrario. Las claves de la corrección están tan disponibles como el deseo de aceptarlas por la mayoría, la saturación de información y las vidas sobreocupadas vuelven realmente difícil percibir las prácticas concretas y sus efectos. Y la simulación no consiste solamente en el encubrimiento de prácticas non santas, sino que es en sí misma una práctica que lleva tiempo y recursos. Lejos de la potencia nietzscheana de lo falso, asistimos a la impotencia de la máscara vuelta caricatura.    

La frágil democracia interna de las universidades, en algunos casos nula, no solo reproduce lo que hace 20 años al calor de las revueltas de 2001 llamábamos “vieja política”, sino que obtura una de las principales potencialidades de la universidad como experiencia popular y democrática, que consiste en la construcción de herramientas, ideas y formas de convivencia que prefiguren –o, al menos, arrojen claves para– la transformación social (Deodoro Roca hablaba, antes que una reforma universitaria, de una reforma social). Incluso la proclama de una gran “transformación social” parece lejana… Para alimentar el movimiento que Tatián acredita, “de la universidad como resistencia a la universidad como construcción de lo común”, resulta vital el fortalecimiento de una legitimidad surgida de las propias prácticas. La fragilidad de la dimensión compartida de las vidas, de lo público como mediación deliberativa y problematizadora, nos exige conductas y gestos cotidianos que reconstruyan un cuerpo político dañado y nos permitan forjar una nueva credibilidad. En tiempos de embates y descreimiento en las capacidades comunes, en una época de fácil dislocación de la experiencia, de desdibujamiento de la relación entre dichos y prácticas, no parece haber mejor anticuerpo que la prepotencia ética como perseverancia en el ser… problemático, el cuidado mutuo como reverberancia de lo cercano en las escalas que parecen escapársenos. Las universidades públicas y, por qué no, populares, feministas, disidentes, forman parte de la reinvención democrática. Apostemos a esas raras casas abiertas a la experimentación curiosa, de las formas comunales por venir. 

  • Ariel Pennisi es docente (UNPAZ, UNDAV), editor (Red Editoril), ensayista (autor de Globalización. Sacralización del mercado, Papa negra, coautor de El anarca. Filosofía y política en Max Stirner y Filosofía para perros perdidos, entre otros), conductor de “Pensando la cosa” (Canal Abierto).