La del jueves 29 de febrero fue una noche sin estrellas. Bien a tono, el centro  porteño se encontraba militarizado. Más de cuatro mil mastines humanos, con escudos y armamento de toda clase cubrían hasta el último rincón, en medio de camiones hidrantes y patrulleros. También había motociclistas policiales y agentes de civil en vehículos sin identificación. ¿Acaso acababa de estallar un golpe de Estado? La respuesta es negativa; era, simplemente, el dispositivo de seguridad en previsión al discurso que el presidente Javier Milei declamaría al día siguiente ante la Asamblea Legislativa. Pero la escena remitía a los años de plomo.

Retrocedamos unos 48 años y medio, hasta recalar en la mañana del 17 de octubre de 1975. Aquel día, el elegante Hotel Casino Carrasco, situado a 16 kilómetros de Montevideo, parecía una fortaleza. A su alrededor había carros de asalto, tanques  y tropas armadas hasta los dientes. No era para menos: allí se desarrollaba la XI Conferencia de los Ejércitos Americanos, cuyo tema era la lucha contra la «infiltración marxista en la región».

Los representantes de 17 ejércitos estallaron en una ovación cuando un general uruguayo le cedió la palabra al delegado argentino, el teniente general Jorge Rafael Videla, quien arrancó su discurso con una frase filosa:   «Si es preciso, en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país».

Otra salva de aplausos se elevó entre los presentes.

Ese mismo viernes Videla regresó a Buenos Aires en un pequeño avión militar. Tal vez entonces escrutara el horizonte marrón del Río de la Plata, en cuyas aguas poco después comenzarían a ser arrojadas sus víctimas. Y quizás pensara que la profundidad de su lecho estaba a la altura del macabro secreto que debía guardar.

Cinco meses después, al clarear el 24 de marzo de 1976, la voz trémula de un locutor –tal vez, un antepasado del querido Manuel Adorni– anunciaba por cadena nacional que  «las Fuerzas Armadas tomaron el control operacional del país».

Durante la mañana de ese miércoles, por las calles solamente circulaban vehículos militares y patrulleros. Luego, la «gente» (una categoría sociológica, por demás, imprecisa) empezaba a salir de sus casas para ir vaya uno a saber a dónde. Quizás muchos notaran que algo horrible había pasado. No obstante, caminaban mansamente, ojeando todo de soslayo, como patrullándose entre sí. Al respecto, el diario Clarín, en su edición del día siguiente, celebró tal clima con una fotografía de la calle Florida llena de peatones, y el siguiente epígrafe: «Total normalidad».

Si en un milagroso ejercicio de clarividencia, el general Videla hubiera podido apreciar desde su época, al menos por un instante, el paisaje vallado en los alrededores del Congreso con motivo del discurso de Milei, quizás creería que la dictadura impuesta por él supo prolongarse ininterrumpidamente hasta el presente. Una simple ilusión óptica.

Pero en semejante escenografía anida una paradoja. Para explorarla, es necesario regresar nuevamente a 1976; esta vez, al 14 de septiembre. 

A las ocho de la mañana, un Rastrojero y un Peugeot 504 estacionaron en una calle de Olivos, sin que sus ocupantes –dos por vehículo– bajaran. Esa calle estaba desierta. Demasiado desierta. Y el silencio agravaba esa quietud.

Ellos eran militantes de la organización Montoneros. Aquel lugar era el punto de encuentro para una acción armada. Y debía llegar alguien más.

Ese alguien era una veinteañera disfrazada con uniforme de un colegio privado, que bajó de un colectivo en la avenida Maipú.

Enseguida advirtió presencias raras: un verdulero bajo cuyo delantal se adivinaba el relieve de una pistola, tres operarios de Entel no menos ilusorios y cuatro tipos en un vehículo que no se esforzaban en ocultar su profesión.

Ella dobló por una calle, en el sentido opuesto al lugar de la cita. Recién entonces, se echó a correr. En ese instante, escuchó los disparos. Y, aterrada, se escondió en el jardincito de un chalet.

La cita estaba cantada. Y los tiros que había oído acababan de matar a Cristián Caretti (el «Gringo»), a Jorge Eduardo González  («Ramón»), a Sergio Gass («Gabriel») y a Miguel Lizaso («el Gordo»), sus compañeros. Pero ella se salvó por un pelo. Se trataba de Patricia Bullrich.   

Esa misma mujer, ya sexagenaria, es ahora la jefa política de las jaurías policiales que, entre otros desmanes, plasman con regularidad el «protocolo» callejero que tanto le hubiera deleitado a Videla.

¿Qué decir, entonces, de la satisfacción que éste sentiría por la llegada de su dilecta amiga, Victoria Villarruel, a la vicepresidencia de la Nación?

O ante la terquedad del propio Milei por poner en duda, cada vez que puede, la cifra de 30 mil desaparecidos.

O ante personajillos como José Luis Espert y su lema de «cárcel o bala».

Ocurre que el negacionismo y la glorificación de «la mano dura» son en la actualidad parte del discurso oficial.

Ello nos conduce hacia un interrogante: ¿acaso el régimen libertario es la (tardía) etapa civil de la última dictadura?

En el plano económico no hay ninguna duda al respecto. Y, además, el imaginario punitivista del «Proceso» flota en el aire y también en el lenguaje.

Sin ir más lejos, hace apenas unos días, la Policía Federal –a cargo de Bullrich–  informó que un usuario de Instagram, detenido por subir en esa red alguna incorrección,  muestra «un pensamiento ideológico muy apegado a la propaganda de la ex Unión soviética (SIC)».

Es como si el cadáver de Videla nos hablara desde su sepulcro.

Pero la de Milei no es (aún) una dictadura sino, apenas, una democracia de baja intensidad, cuyos desbordes represivos son en clave herbívora. O sea, todavía sin asesinatos (habida cuenta de los dolores de cabeza que le causaron al régimen macrista las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel). 

A diferencia del viejo terrorismo de Estado –de naturaleza clandestina y con acciones cifrados en el ocultamiento de sus crímenes–,  las «operetas» del gobierno de La Libertad Avanza (LLA) se basan en el exhibicionismo, quizás con la idea pedagógica de que la letra con sangre entra. Un ejemplo: la profusa difusión fotográfica de las requisas tipo Bukele en una cárcel santafecina.

En resumen, se trata del reemplazo de la vieja «Doctrina de la Seguridad Nacional» por lo que se podría llamar «Doctrina de la Seguridad Urbana», un terrorismo de Estado de tipo arrabalero, sustentado en tres ejes: el control casi maníaco del espacio público, el disciplinamiento social y la criminalización de quienes no son criminales.

Tal es el clima que se respira en estas latitudes, al cumplirse 48 años de que las Fuerzas Armadas tomaran «el control operacional del país». «