Un recorrido por la vida y la trayectoria de un militante de la literatura que escribió a contrapelo del panfleto.

Cuando se cumplió un año de su muerte, el periodista y escritor Rodolfo Bracelli lo recordó en este diario con una entrevista que le había realizado.
Bracelli rememoraba allí su primer encuentro con Castillo: “A Abelardo lo conocí en 1971, compartimos una nota para Gente; yo debía introducirlo «a los secretos del Intocable Nicolino Locche», aquel torero sin banderillas que, arrojado a los leones, no los mató ni se dejó devorar; simple, lo más campante se puso conversar con ellos. Llegó a campeón mundial doblegando a la violencia sin violencia. Con la poesía hipnótica de sus reflejos”.
Como se sabe, a Castillo le gustaban los deportes, especialmente el boxeo que había practicado cuando era un adolescente en su ciudad natal, San Pedro. Su argumento en defensa de la actividad pugilística, como si hiciera falta explicar las preferencias, era que el boxeo enfrenta a un hombre con otro hombre en condición de igualdad. Podría agregarse que esto era significativo porque vivimos siempre en una realidad que no promovió las condiciones de igualdad.
También la gustaba otro tipo de enfrentamiento: el de dos jugadores frente a un tablero de ajedrez. Son muchas las fotos que lo muestran junto al tablero casi convertido en emblema de su casa llena de luz en el que ocupa un lugar privilegiado en el living, en una mesita junto a un cómo sillón.
Agrega Bracelli: “Fui al encuentro de Abelardo apichonado por la timidez: iba a conocer a un poeta subcutáneo, escondido en una prosa magistral; alguien que, como muy pocos en esta patria idolatrada escribía el castellano en castellano. Me encontré con un tipo con sed de saber, de aprender la sintaxis del Intocable Nicolino. Con un conversador desbordante, gozoso”.
En este punto, compartía una pasión con Julio Cortázar, también amante del boxeo. Baste recordar al respecto su cuento Torito de Mataderos.
El “poeta subcutáneo escondido en una prosa magistral”, según le contó a Bracelli, entendió la escritura como un destino y, como se saben aquellos que creen en el destino, éste es ineludible. Cuando Bracelli le preguntó si veía la escritura como profesión o como oficio, contestó
“Lo puedo ver como oficio. Pero sobre todo lo veo como un destino. Lo que te puedo contar es cuándo me sentí escritor por primera vez. Hace años, en la Feria del Libro, de pronto veo a un chico que está robando uno en el stand de Galerna. Trato de distraer a Hugo Levin, porque ya me sentía cómplice. Y cuando el chico se va, veo que es un libro mío. Ahí me recibí de escritor.”
“Y esto me hace acordar de otro libro que debo de haberme robado a los 20 años, Carta a mi padre, de Kafka, en una librería chiquita de Olavarría. Yo era conscripto; tal vez piadosamente el dueño me lo dejó llevar. Mi despedida fue El cancionero de Baena.”
Tan signada estuvo la vida de Abelardo Castillo por la literatura que se casó con una escritora: Sylvia Iparraguirre. Es más, creó un taller con el único propósito de que Sylvia, por la que sentía un amor aún no confesado, asistiera a él y así poder conquisarla.
En la novela Antes que desaparezca de Iparaguirre, que transforma en ficción algunos elementos autobiográficos hay menciones de su compañero de vida. Ella lo explicó a Tiempo Argentino de esta manera: “No estoy eludiendo el tema autobiográfico, pero esto no es una autobiografía. Abelardo aparece como A y A es ya una entidad en lo que escribo. Es un tributo a Abelardo, en las conversaciones que menciono en la novela somos nosotros, pero en el plano de la ficción”.
La relación entre ellos continúa no sólo en el recuerdo de Sylvia, sino también, por ejemplo, en el cumplimiento de algún deseo de Abelardo que él no tuvo tiempo de realizar.
Hacia fines de 2023 llevó al voseo dos de las obras más visitadas del teatro de Castillo; Israfel y El Otro Judas que fueron pulicadas por Seix Barral. Tal como se encarga de aclararlo en el prólogo no de trata de un “simple reemplazo de pronombres”, sino también de “una adaptación de los tiempos verbales y de algunas palabras o giros a fin de que acompañaran mejor `nuestras bárbaras y entrañables` formas verbales`”.
Castillo tenía apenas 24 años cuando escribió Israfel y con ella ganaría en París el Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos.
Como es fácil advertir, la literatura estuvo presente en él desde su juventud o quizá desde mucho antes hasta el fin de sus días.
Toda su obra tiene una vigencia absoluta porque, como la de todos los buenos escritores, se va resignificando en el momento en el que se la lee. Castillo fue un escritor visceral que tuvo una inclaudicable ética en su escritura. Escribió sin concesiones desde sus convicciones más profundas sin hacerle concesiones al mercado. Dejó, además, su enseñanza a través del taller literario que dictó, por lo que su legado literario, sus ideas sobre literatura no están sólo en su literatura misma, sino también en aquello que transmitió a través de la enseñanza. Es decir, que fue un maestro en el sentido más amplio y virtuoso del término.
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