En Nueva Jersey, Estados Unidos, llovía con una modorra de tango esa noche. Las gotas parecían caer con compás de dos por cuatro y los taxis, resignados como bandoneonistas jubilados, dejaban su estela amarilla sobre las veredas brillosas. En las radios, los locutores afinaban las vocales como si fuesen trompetas invisibles: un “buenas noches” podía tener el peso de una declaración de guerra. Era octubre de 1938 y Orson Welles, joven aún, sin canas ni Nobel, preparaba una de esas noches que harían temblar las estanterías de la historia. Iba a convencer a todo un país de que los marcianos habían llegado. Pero antes del pánico, antes de los suicidios, antes incluso de los ataques cardíacos patrióticos, se escuchó una melodía que parecía no tener absolutamente nada que ver con el espacio: «La Cumparsita».

UNO. Esta historia, a veces, es archiconocida, aunque siempre se omite algún detalle como el de la canción de apertura. Esa noche, la cadena CBS emitió una adaptación radial de La guerra de los mundos, obra escrita por H.G. Wells, británico y probablemente ajeno al tango y a los ravioles con tuco. El joven autor, que apenas superaba los 20, convirtió un libreto en una disección de la credulidad colectiva. El programa simulaba ser una transmisión noticiosa interrumpida por boletines urgentes: supuestos astrónomos, extraños cilindros que caían del cielo, corresponsales que reportaban una invasión alienígena en Nueva Jersey. Porque los marcianos, evidentemente, tienen un pésimo sentido de la geografía.

La audiencia, en su mayoría gente con cena en el horno y fe en la radio, creyó cada palabra. Sobre todo aquellos que sintonizaron tarde, perdiéndose el anuncio inicial que aclaraba que era ficción. Hubo estampidas, rezos, suicidios y algún que otro vecino que, fusil en mano, esperó detrás del rosal a ver si aparecía un marciano con acento raro.

Y todo había comenzado con «La Cumparsita». Welles, como un ilusionista que ofrece una copa de vino antes de serruchar a su asistente, eligió ese tango melancólico como música de apertura. No era casual. Esa melodía dulce, dolida, extranjera pero familiar, servía como puerta sonora a lo inesperado. Como si alguien te ofreciera un mate antes de contarte que viene el Apocalipsis.

Más que un susto, fue la primera gran fake news con producción artística. Una obra maestra del pánico colectivo. Y también una advertencia: bajo una voz grave y una sintonía elegante, puede esconderse cualquier locura.

DOS. «La Cumparsita» fue compuesta en 1916 por Gerardo Matos Rodríguez, un muchacho montevideano más preocupado por el bandoneón que por los planos arquitectónicos que le exigía la facultad. En su forma original era una marchita estudiantil, casi como el himno de una barra brava culta, pero la intervención lírica de Pascual Contursi la transformó en un tango universal, llorado en 100 idiomas y bailado en mil despedidas.

Argentina y Uruguay se la disputan como padres divorciados que se pelean por la tenencia del hijo prodigio. Pero lo cierto es que «La Cumparsita» es rioplatense, fronteriza, tan compartida como el mate lavado de oficina. En los años treinta, el tango era una exportación más sólida que la carne congelada. París, Berlín, Varsovia: todas las ciudades importantes tenían una orquesta que tocaba tangos con más o menos acento. Era el sonido del desgarro elegante. «La Cumparsita», en particular, era la canción que se tocaba al final de la noche, cuando la fiesta ya se había roto como vaso de vidrio fino.

En una época donde tener un disco importado era más valioso que tener un tío en la aduana, abrir el programa en Nueva York con un tango exquisito era un guiño de distinción. Como decir:»relájese, señora, esto es arte con perfume extranjero». Y ahí va el giro: mientras los norteamericanos temblaban por una guerra interplanetaria, un uruguayo, sin saberlo, les vendía el fondo musical del desastre. ¡Qué tal, bó! Vamo’ arriba la Celeste… y los aliens.

TRES. La emisión de Welles fue más que un éxito radial. Fue un laboratorio emocional. Una prueba de que, si se modula con autoridad, se puede convencer a un país de casi cualquier cosa: que los extraterrestres están en Nueva Jersey, que el dólar es estable, o que algunos presidentes pueden hablar sin teleprompter.

Ochenta y pico de años después, se baila la misma danza de la credulidad. Solo que el locutor se llama algoritmo y no tiene pausa publicitaria. Las redes sociales remplazaron el aparato de radio, pero la lógica es idéntica: una voz sin rostro nos grita qué temer, a quién odiar, por qué compartir.

La Cumparsita funcionó como carnada emocional. Un umbral sonoro que preparó al oyente para lo inaudito. Lo que siguió fue un desborde, un desliz colectivo. ¿Cuántas veces ha vuelto a suceder? ¿Con qué excusas nuevas? ¿Qué músicas nos abren hoy las puertas del engaño? Vivimos en un tiempo en que las noticias se digieren sin masticar, donde la emoción manda y el contexto molesta. Y sin embargo, se confía. Porque al final, nadie quiere que le digan la verdad. Lo que se quiere, como a veces en el amor, es que se cante y endulce el oído. Y de ser posible con bandoneón. Y ahí está el verdadero milagro: que una canción de 1916, nacida entre cafés y boletos de tranvía, terminara siendo la banda sonora del fin del mundo… aunque solo fuera por radio.