El 10 de diciembre fue el Día Internacional de los Derechos Humanos. Pero, en Argentina, tal efeméride estuvo atravesada por una maniobra que busca sentar en el banquillo de los acusados a militantes de la década del ’70.

Ese miércoles hubo una audiencia en la Cámara Federal de Casación para analizar si debe reabrirse la causa por un operativo montonero ocurrido en 1976: la voladura del comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal (SSF), el brazo “antisubversivo” de la Policía Federal.

Ese sería el primer peldaño del plan.            

Hace varios meses que el asunto se calienta a fuego lento. 

Tanto es así que, por caso, el ya renunciado titular de la Subsecretaría de Derechos Humanos (SDH), Alberto Baños, estampó su firma, el 15 de abril de 2024, en una resolución que considera las acciones guerrilleras del pasado como crímenes de lesa humanidad.

Semejante pronunciamiento fue a instancias de su amigote, el abogado de genocidas, Ricardo Saint Jean, primogénito del gobernador bonaerense en los años de plomo, general Ibérico Saint Jean, un tipo con las manos manchadas de sangre que murió preso de 2007.

Dicho sea de paso, un detalle de color: cuando su papi proclamaba viva voz su intención de matar “hasta a los indiferentes”, este sexagenario de aspecto marcial era un jovenzuelo iluminado por la espiritualidad, que vestía túnicas de lino y militaba en “La Misión de la Luz Divina”, la secta del gurú Mahara-ji.  

Pues bien, regresemos a la cuestión de fondo.

Los efectos del aporte de Baños no tardaron en aflorar: ya a finales de ese año, la Cámara Federal porteña –por decisión de los jueces Mariano Llorenz, Pablo Bertuzzi y Leopoldo Bruglia– le ordenó a la jueza María Servini que investigara el atentado en la SSF.

Saint Jean tampoco había sido ajeno a esa decisión de los camaristas.

Pero la jueza cerró la causa por considerarla prescripta.

En realidad, aquel no fue el primer intento de judicializar este episodio.

De hecho, luego de la anulación de las llamadas “Leyes del Perdón”, un policía retirado, Juan Carlos Biazzo, presentó una querella al respecto, basado en un pormenorizado informe de su cuño, que incluía un listado de 70 militantes presuntamente involucrados en el hecho.

Sin embargo, Servini también la rechazó.

En 2021, un grupo de familiares insistió con idénticos resultados. Y, ya se sabe, en 2024 aquello volvió a suceder.

Aún así, el listado de Biazzo quedó incorporado al expediente. 

En este punto, vayamos al origen de esta trama.

Tres meses después del golpe de Estado, Montoneros logró detectar en la SSF (antes llamada Coordinación Federal) un centro clandestino de detención y exterminio. Su sede: el departamento Central de la calle Moreno 1417.

El 2 de julio al mediodía, Montoneros .puso una bomba en su comedor que mató a 23 policías y a un civil; aquel saldo se completaba con 120 heridos, entre uniformados y personal sin rango policial, pero muchos abocados a tareas operativas en calidad de “plumas” (agentes inorgánicos de Inteligencia) o como simples soplones.   

La represalia se decidió de inmediato, al punto de que un comisario, cuyo apellido era Totti, propuso vengar a los muertos uno a uno.

El jefe de la fuerza, general Arturo Corbetta, lo escuchaba en silencio. Y Totti no disimulaba su furia. 

–Tengo 30 “chupados”. ¡Hay que dinamitarlos! –fueron sus palabras.

Todo indica que la venganza superó esa cifra.

En tal sentido, es clave un dato aportado por Myriam Bregman, durante la audiencia del miércoles en Casación.  

Antes del 2 de julio de 1976 –sostuvo– solían ingresar a la morgue dos cuerpos por día. Pero desde el 3 al 7 de julio, el número trepó a 46.

Ella estaba allí como defensora de Patricia Walsh, la hija de Rodolfo, una de las acusadas. Y también aludió al hecho de que, en ese momento, no hubiera una causa judicial que investigara el atentado.

–Quienes hoy aparecen con el dedo acusador –dijo, en tal sentido–, ¿Qué eligieron hacer en ese momento? ¡Sembrar cadáveres!

Y antes de concluir, dijo: “Los nombres de los presuntos responsables del atentado fueron elegidos al azar. Nombres rimbombantes, porque si no la causa no tendría sentido. Y así hicieron una selección. Pero esa selección no resiste al paso del tiempo. Porque hay personas a las que antes acusaban y, ahora, no lo pueden hacer”. Entonces fue al grano, y soltó un nombre: “Patricia Bullrich”. 

Bullrich, en la lista que el negacionismo quiere encarcelar

¡Un bombazo! Porque la flamante senadora libertaria figura en la lista del expediente (foja 153) con el siguiente detalle: “Carolina Serrano (N de la R, su nombre de guerra). Cuñada de Rodolfo Galimberti. Abandonó el país y residió en Francia y en Méjico”.

Notable. Porque ella jura que solo estuvo en la Juventud Peronista (JP). Sin embargo, hay, al menos, dos episodios que la desmienten.

A continuación, el primero.

Ella, que poseía grado de “aspirante” en la “orga”, en una oportunidad tuvo que cumplir una modesta misión: relevar el flujo del tránsito en un tramo de la Avenida del Libertador, dos días antes de realizarse allí una acción armada sobre la que no tenía ningún dato.

Esa acción fue, en la mañana del 19 de septiembre de 1974, el secuestro de los empresarios Juan y Jorge Born, cuando circulaban por dicha avenida en un automóvil junto al chofer y otra persona.

La operación habría sido perfecta a no ser por un incidente: el intento del chofer de resistir con un arma. Eso le valió una ráfaga de metralleta que también abatió a la otra persona. El autor de los disparos había sido Galimberti (a) “el Loco”, pareja de Julieta Bullrich, la hermana de Patricia.

Ya al anochecer, cuando Julieta, con el diario Crónica ante los ojos, vio la foto del hombre malogrado junto al chofer, palideció antes de exclamar:

– ¡Mataron al tío Alberto!

En rigor, se trataba de un tío segundo. Porque Alberto Bosch –un gerente del Grupo Bunge y Born– era hijo de una prima del abuelo materno.

Patricia, en ese instante, quedó de una sola pieza.

A continuación, el segundo episodio.

Clareaba una de las últimas jornadas de 1976 cuando un Fiat 128 frenó sobre la calle Eduardo Costa, en la zona residencial de Acassuso, justo antes de que Patricia saliera de la cabina para ir, en puntitas de pie, hacia una casona de dos plantas con techo de tejas, en medio de un pequeño jardín. Su propósito era dejar allí un “caño” de gelamón programado para estallar en cinco minutos.

Era el hogar del intendente de San Isidro, coronel José María Noguer.

Después, con ella ya en la cabina, el Fiat arrancó muy despacio. Y quien manejaba le dedicó una sonrisa. Era Galimberti.

Exactamente a los cinco minutos, al girar por Libertador, se escuchó la explosión. Recién entonces, el vehículo se alejó a todo trapo.

Más tarde supieron que la bomba no le había ocasionado al inmueble un gran daño. Y que el funcionario de facto resultó ileso.

Ese fin de semana, junto a Julieta y Galimberti, partió al exilio.

Desde ese día había transcurrido casi medio siglo. Y ahora, la antojadiza inclusión de su nombre en esa maldita lista no podía ser menos oportuna.

Lo cierto es que, en la misa procesal que transcurría en el segundo piso de Comodoro Py, lo de Bregman había sido un gol de media cancha.

En la sala ya flotaba un clima casi futbolero. 

Saint Jean, en su calidad de letrado querellante, contemplaba el final de la audiencia desde su estudio por zoom, intentando mantener la compostura.

Raro que la prensa aún no le sacara el jugo al asunto.

Mientras tanto, atrapados entre los compromisos políticos y el sitio que ocuparán en la Historia, a los tres jueces de la Cámara –Alejandro Slokar, Diego Barroetaveña y Carlos Mahiques– la incertidumbre los devora.