Podría ser solo una efeméride, pero nos interpela porque es una excusa para relanzar discusiones, más que para hacer balances. Pensamos este libro con los cuarenta años de la democracia argentina como un epicentro que genera preguntas y reclama definiciones. Durante la década del ochenta, la transición se ordenó en la oposición excluyente entre democracia y dictadura: ¿qué banderas colectivas pintamos hoy?, ¿qué nos dejaron estas cuatro décadas; en qué coordenadas estamos?, ¿qué estrategias políticas, qué entramados, qué modos de la lucha nos trajeron hasta acá y llevaremos con nosotres hacia adelante? Nos preguntamos cuál es nuestro rol como organización de derechos humanos, como parte de los movimientos sociales.

La construcción democrática se hizo desde la lucha por los derechos, la de los movimientos sociales, los organismos, los sindicatos. Se hizo desde el preámbulo de la Constitución y desde decisiones de gobierno. Hoy, nos alertan las señales de un cambio de época. Esta efeméride sucede mientras ganan espacio proyectos políticos y discursos que proponen que los problemas que la democracia no pudo resolver se solucionarán con menos, y no con más, derechos. En el horizonte de lo imaginable, aparece un achicamiento progresivo de la democracia, hasta la posibilidad de transformarla en otra cosa. Es mucho más fácil imaginar el fin de la democracia que el fin del capitalismo.

El año 2023 comienza con el 40% de la población por debajo de la línea de pobreza; la economía está atada a las políticas de ajuste del Fondo Monetario Internacional (FMI); la recuperación económica está marcada por la concentración de la riqueza. Desde la pandemia crece la pregunta: ¿con cuánta desigualdad la democracia sigue siendo democracia?

Hace tiempo que el Estado no muestra capacidad transformadora. Mientras los intereses privados modelan la realidad mucho más que la política, lo estatal se infla y despliega una gestión violenta del malestar social: se amplía un Estado punitivo que combina represión y criminalización, y los reclamos aumentan sin encontrar otro tipo de respuesta.

En los últimos cuarenta años, los derechos humanos fueron parte central del acuerdo político y social; sin embargo, hoy las vidas no valen todas por igual. Muchas de las violaciones de los derechos humanos en la actualidad son el resultado de modos estructurales más o menos legitimados de organización de la vida en común. En definitiva, el respeto de los derechos humanos no ocurre en el vacío: depende de los valores a los que adhieren de manera mayoritaria la sociedad y el sistema político. Por eso, están rodeados de vacilaciones y amenazas, voluntades y conflictos. Está claro en los frenos para avanzar en la distribución de la riqueza; en los obstáculos para la reforma de los sistemas tributarios regresivos; en el racismo que condiciona el acceso y la tenencia de la tierra; en la timidez con que se aborda la responsabilidad de las empresas en la crisis socioambiental; en las condiciones en que deben sobrevivir las personas encarceladas; en la naturalización de las vidas precarizadas.

La vigencia de los derechos es situada, histórica, y depende de las relaciones de poder, de la estructura social, de la matriz económica, del valor que se les da a la vida y a la igualdad, de la distribución de los recursos, de las formas en que se protege o no a la disidencia política. Hacer de esos derechos una casa que cobije a todes es dotar a la democracia de contenido y sentido transformador. Una praxis de derechos humanos no puede estar escindida de los problemas de los que es contemporánea. Por eso, los casi cincuenta años que pasaron desde el nacimiento del movimiento de derechos humanos en la Argentina también implican transformaciones en nuestras propias acciones: ya no es el Estado el foco exclusivo de nuestras intervenciones y la noción misma de derechos se ha ampliado hacia la naturaleza, los animales, el ambiente. Hoy una perspectiva de derechos tiene que aportar claves para quienes se ven sometides al chantaje del extractivismo y para quienes no pueden circular o militar en un barrio sin toparse con el control territorial de las redes de criminalidad organizada.

La escena actual contiene a los viejos autoritarismos políticos disfrazados de novedad. Presentan los derechos como privilegios, postulan el mérito individual como condición para acceder a las necesidades básicas, confían en el endurecimiento securitario. La derechización, que aparece como la figurita ganadora en algunos espacios partidarios, erosiona acuerdos consolidados en estos cuarenta años, como la idea misma de los derechos humanos. Sale de la boca de referentes de partidos, de cámaras empresariales, de medios de comunicación; se esparce en redes sociales y foros de internet. Como fue evidente en nuestro país con el atentado a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, y en diferentes puntos de la región, como Brasil, con otros hechos de violencia política, lo que ocurre en las redes no es solo un discurso de tintes autoritarios y fascistas, sino que también se transforma en acción directa. Esta capilaridad desdemocratizadora, que hace mella en las instituciones que construimos con acuerdos históricos y transversales, interpela al activismo por los derechos humanos, a las organizaciones sociales, políticas y sindicales.

Vivimos un cambio de época cuyos contornos aún no están precisados. En la Argentina, como en el resto del mundo, vemos crecer expresiones políticas de una derecha extrema. Al mismo tiempo, en la región ganaron elecciones fuerzas políticas de centroizquierda, pero están cercadas por condicionamientos estructurales graves, y la pregunta por su autonomía y determinación para evitar la imposición de los intereses de los poderes fácticos está en el aire. Después de dos años de pandemia, de décadas de ruptura del tejido social, hacia adelante parece central sostener y profundizar las acciones políticas para reconstruir lo comunitario, volver a las bases de donde surgen las resistencias a las privaciones de derechos. En la Argentina, tras la ola neoliberal dijimos: no se puede sin Estado. Hoy sabemos que tampoco se puede solo con el Estado. El daño a las instituciones y a las capacidades estatales es justamente producto de un neoliberalismo avanzado y profundo. A un grado alto de debilidad e inconexión de las instituciones, se suman muchas veces internas políticas que también tienen un efecto paralizante sobre la acción estatal.

En los últimos años, las iniciativas más efectivas frente a algunos de los problemas más acuciantes fueron pensadas y practicadas fuera del Estado, y a veces contra él. Con el tiempo, esto resultó en un acumulado de experiencias colectivas notables que, si fueran fortalecidas por los recursos y el reconocimiento estatal, podrían ampliar muchísimo su alcance. Hay una oportunidad histórica para nuevas formas de vinculación entre el Estado y la sociedad: si los diferentes niveles de gobierno reconocen la experiencia de la organización social, pueden recuperar algo de la potencia transformadora que las políticas públicas no aportan hace años.

A lo largo de estas décadas conquistamos derechos en la calle, en el Congreso, en los tribunales, con alianzas, con la imaginación política, cuestionando la Realpolitik y la fuerza conservadora del posibilismo. ¿Cómo hacemos hoy para que democratizar sea la clave de construcción de futuro, un proceso de acción colectiva? No hay democracia sin derechos humanos, y nuestra democracia está debilitada. El realismo político tiene que incluir la imaginación y el cambio social, si no, más que realismo político, es administración de la decadencia. En este libro exploramos y discutimos los límites que han encorsetado a la democracia. Invitamos a pensar qué contraponer a eso, cómo darle otras formas, qué nuevos acuerdos vamos a asumir a cuarenta años de haber dicho “dictadura o democracia”.