Acá estamos, en el Monumental. Barrio de Núñez, ciudad de Buenos Aires. Son las 16:30 del sábado 24 de noviembre de 2018, dentro de media hora tendría que empezar a jugarse un partido de fútbol. Una final de Copa Libertadores entre River y Boca. Un partido que se convirtió en algo invivible, en un partido imposible, y no, no se sabe si se juega. Hay una cancha llena, están las banderas, hay una manga que dice La Gran Final, hay un tremendo solcito para jugar al fútbol, y hay unas tablas al costado del campo que son las partes de lo que va a ser el escenario del campeón. Todo tiene el sello Conmebol. Pero acá no va a haber campeón. Acá no van a jugar River y Boca. No acá, no hoy, tal vez algún día, tal vez el domingo a la tarde. Sin campeón, lo que acá va a haber es un papelón.

Mauricio Macri quería que este partido se jugara con hinchas visitantes. Tuiteó la orden que le había dado a la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. No sólo no hubo visitantes. Ayer el Gobierno tampoco pudo garantizar que los jugadores de Boca llegaran en condiciones humanas al estadio. En ningún presupuesto entraba ese problema. Porque eso es lo básico, es lo que no se discute, lo que se pone en la cuenta de la organización de cualquier partido sin preguntar. Los jugadores se suben a un micro en el hotel y van a la cancha sin preocupaciones. Nada más.

Ya hay demasiada gente en el Monumental cuando desde afuera llega la información de un ataque a los jugadores de Boca. Les tiraron gas pimienta, dicen. Son las 15:30. Reminiscencias de 2015. Suena la música de Rocky en la cancha. Hinchas, periodistas, empleados miran en sus celulares el video del ataque al micro. En un rato se viraliza la escena con el poco hilo de 4G que conecta a este lugar con el mundo. El micro entrando por Quintero, los hinchas tirándole de todo, vidrios estallando, dicen que hay jugadores lastimados. Que el partido quizá no se juegue.

Más que un estadio, el Monumental se convierte en una sala de espera. No se sabe si para conocer el resultado de un parto o el estado de un paciente con riesgo de vida. Todo el episodio desactivó el modo cancha. Hasta la actitud corporal cambia en las tribunas. En la Belgrano baja, los hinchas le dan la espalda a la cancha. Miran hacia los monitores que están dispuestos sobre el palco de prensa. La tele está clavada en Fox Sports, el canal que tiene los derechos de transmisión. «La final, a la espera de una resolución», dice el graph. A las 17, la hora oficial, la voz del estadio anuncia que el partido se va a jugar a las 18. Hay hinchas que festejan.


La Bombonera es mitológica, pero el Monumental es el estadio de las grandes cosas del fútbol argentino en los últimos 40 años. Es el estadio del Mundial 78, el estadio de la Selección, aunque se la hayan sacado en los últimos partidos. Pero también fue el estadio de la Puerta 12, la masacre impune del fútbol argentino. El 23 de junio pasado se cumplieron 50 años de olvido. Pero alguien acá la recuerda en este momento porque se cuenta que se cerraron algunas puertas del estadio. Nadie puede entrar, tampoco nadie puede salir. Todo es peligro.

A las 17:45 faltan 15 minutos para que supuestamente el partido empiece y ni salieron los arqueros a moverse por la cancha. Entonces reaparece la voz del estadio: «Atención, Monumental». Avisa lo que ya se sabía que iba a avisar. El partido se pasa para las 19:15. Hay hinchas que se quejan, ya están agotados. Se preocupan porque van a tener frío y salieron desabrigados. Porque no van a alcanzar los cigarrillos. Porque tienen hambre. Cuentan que Pablo Pérez se fue a una clínica a revisarse. Que la Conmebol presiona. Que no quiere que se le frustre el negocio de una final vendida a la televisión del mundo. Su final del mundo. No importa si hay jugadores cortados, si otros fueron gaseados, lo que importa es que esto se juegue, que el show continúe.

Ahora parece en serio, dicen que sí, que se juega. Suena Rodrigo. Pero no, no se va a jugar. Se ve cuando Carlos Tevez y Fernando Gago dicen que son obligados a jugar, que no están en condiciones de salir a la cancha. Se ve que algunos hinchas lo comentan porque otra vez se encienden las tribunas. Modo cancha on. Se canta contra Boca. Faltan 45 minutos para que empiece el partido y los jugadores están sin cambiarse, dicen que incomunicados en el vestuario, sin poder hablar con sus familias. No parecen condiciones aceptables para jugar una final.

Pero ahora faltan quince minutos y desde las bandejas altas del Monumental caen unas tiras rojas y blancas. Parece que sí, les deben haber asegurado que se juega. Pero no. Dicen que afuera hay lío. Primero se rumorea que se juega 19.45. Pero en la pantalla de la televisión, se lee que el partido se suspendió para el día siguiente a las 17. La tercera suspensión de un partido que ya había tenido un primer capítulo también suspendido, el día del diluvio. Dos sábados sin jugarse.

Los hinchas empiezan a irse, se enteran de que no se juega. Pero la voz del estadio nunca anuncia la suspensión. Nunca lo dice. Los hinchas tienen que enterarse en el boca a boca, por WhatsApp, por algún tuit, por la radio que están escuchando. Esa desidia también es parte de la violencia. Hace unos días, David Gistou escribió en el diario español El Mundo sobre este Superclásico. «El fútbol era esto», concluyó por esa pasión primitiva. Todavía no había llegado este capítulo. No, el fútbol no era esto. Y este partido no era esto. A este partido, al fútbol sudamericano, se lo robaron. Las barras, la Conmebol, la policía, la FIFA, los gobiernos, los empresarios, la televisión, y tantos que intentan jugar sus negocios. Ahora lo quieren devolver. Este domingo, el día que sea. Pero ya está todo roto.