“Tiren libros, no bombas”. El grito pacifista de Lawrence Ferlinghetti está tatuado en la fachada de su librería City Lights. La meca de la Generación Beat se erige en el cruce de la avenida Columbus y la cortada Jack Kerouac, barrio de North Beach, tierra santa de la contracultura nacida y criada en los pagos del Tío Sam.
San Francisco no tiene paz en la mañana ventosa del domingo. Está en pie de guerra contra las políticas antimigrantes del multimillonario presidente Donald Trump. En California se marcha contra la intervención militar y las masivas redadas de la ICE, el ejército de la noche trumpista.

La columna avanza a través del empinado corazón de San Francisco. El “Fuck ICE” es contagioso, amenazante, beatífico. En mi cabeza resuenan otras palabras, unos versos de Ferlinghetti. Un poema del longevo escritor y librero beatnik que dejó en paz este mundo guerrero a los 101 años en enero de 2021. Se llama «Autobiografía»: “He leído el Reader’s Digest / de principio a fin / y noté la cercanía / entre los Estados Unidos y la Tierra Prometida / donde las monedas dicen / En Dios / Confiamos / pero los billetes no lo dicen / son dioses de ellos mismos”.

La vida es un bar
Se bebe fuerte en el Vesuvio Café. Desde las paredes del bar nos custodian las fotos de los próceres beats. También fragmentos de sus poemas y andanzas y desandanzas por las rutas. Kerouac, Allen Ginsberg, William Burroughs, Gary Snyder, Gregory Corso y el resto del parnaso que cambió la literatura para siempre.

Los turistas llegan al boliche con la ilusión de dar con sus fantasmas. Cenizas quedan. Destellos del halo contracultural de San Francisco en estos tiempos de gentrificación, fascismo y reinado de la mano invisible del mercado. El Vesuvio, vecino de la City Lights, es una de las últimas trincheras que resisten. En North Beach mantiene encendida la llama de los migrantes italianos antifascistas que habitaron la barriada en la década del ’40 del corto siglo XX. ¡Resistenza!

“Cuidado con los carteristas y las putas”. El viejo cartel pinta el presente en el salón del Vesuvio. “Nos robaron los derechos y los venden a las grandes corporaciones. Progresista, comunista, gay, lesbiana, migrante, pobre, trabajador, somos mala palabra en este mundo fascista”, dice Steve, un estudiante de Sociología que comparte su almuerzo desnudo de cervezas con unos camaradas de la universidad. El barbudo joven pinta un fresco franciscano: “Esta era la cuna de la contracultura, ahora es un paraíso fiscal para los dueños de las empresas tecnológicas. Ni se imagine lo que sale un alquiler. Hay que vender el alma al diablo para tener un techo digno. Tenemos que salir a las calles, alzar la voz, que se vaya este gobierno”. Salud.

Perderse a pie por Chinatown, escalar hasta la Coit Tower, llegar a Fillmore 3119 para escuchar los ecos del largo poema “Aullido” de Ginsberg. La deriva por la ciudad del Golden Gate pasa por los barrios bajos de Mission hasta la emperifollada Castro. Termino colgado de una nube de porro en el Haight Ashbury. En el cruce de las arterias que dan nombre al distrito me cruzo con unos hippies escapados del Verano del amor sesentero. Son “Deadheads”, fanáticos de los Greatfull Dead que celebrarán una misa ricotera dentro de pocas semanas por los 60 años de la banda. Psicodelia, rock, drogas y amor libre para todes. California dreamin’.

El Gran Sur
Atrás queda San Francisco y en el horizonte se dibuja Big Sur. Jack London no exageraba. Cuando se corre el telón de la neblina que tapa el bravo Pacífico, se produce el encuentro más feliz de la tierra con el mar. La camioneta es una serpiente emplumada que avanza a los tirones por la Pacific Coast Highway, desde Carmel hasta el bosque. La eterna “tierra del oro”, en la parte más dorada de California.
A la izquierda de la banquina, la pared de las montañas de Santa Lucía escala hasta el cielo. A la derecha, el océano corre hasta el infinito. Ojo las curvas cerradas de la delgada Ruta 1, mejor pisar el freno a tiempo para no terminar estrolado en los acantilados. A fondo el acelerador en las pocas rectas mientras la frase flota en la mente como un mantra: “¡Go West!”.

La ruta es abrazada por tupidos pinos kilométricos y esa es la primera señal de que pisamos Big Sur. Paraíso naturista, meca verde para los peregrinos de la vuelta a la naturaleza y catedral a cielo abierto del ecologismo. También resort exclusivo para los millonarios que ya no saben dónde despilfarrar sus morlacos.
A primera vista, el Gran Sur no es tan grande: algunas casitas al costado de la ruta, un par de restaurantes con vista a las playas desiertas y una oficina postal. ¿Se necesita mucho más para ser feliz? Quizá una buena biblioteca. Big Sur la tiene.
No muy lejos de la cabaña donde pasó casi dos décadas de su larga vida, la Henry Miller Memorial Library rinde culto a la pluma ardiente del autor de Trópico de Cáncer, santo patrono de la pródiga comunidad literaria que supo habitar estos bosques. Desde London hasta Steinbeck, sin olvidar a Ferlinghetti. También Kerouac narró sus aventuras junto a Neal Cassady y la pandilla beat. Hasta el desaforado Hunter S. Thompson se mató el hambre cazando en estos parajes, mientras componía su olvidable novela Días de ron.
Si Thoreau tuvo su Walden, Henry Miller tuvo su Big Sur. Su vida -bastante asceta y siempre libertina- en la costa californiana fue muy productiva en términos estrictamente literarios. Le dio duro y parejo a la máquina de escribir. Parió Una pesadilla con aire acondicionado, Big Sur y las naranjas de El Bosco y la gorda trilogía La crucifixión rosada (Sexus, Plexus y Nexus). Cuentan que el repiqueteo metálico de las teclas podía escucharse desde la ruta.
Miller había llegado a California luego de su largo exilio voluntario en París y las islas griegas del mar Egeo. Vivió en el pueblo hasta mediados de los ’60, aunque en realidad nunca dejó el bosque: el viento desperdigó sus cenizas en Big Sur cuando murió en 1980.
“Donde nada sucede”, advierte un cartel en la puerta de la biblioteca. La cabaña donde se atesoran manuscritos inéditos, miles de fotos y varias esculturas funciona como un desfachatado espacio de difusión, estudio y promoción de la obra milleriana. El predio fue donado por el fallecido artista plástico austríaco Emil White, amigo de fierro del escritor.

El espacio vive al día. Se financia con el aporte de algunas organizaciones y, sobre todo, con la mano solidaria que dan los vecinos y muchos fans que dejan algunos billetes verdes. El libro de visitas cobija firmas ilustres: Patti Smith, Neil Young, los Chili Peppers y hasta Lou Reed. Muchos tocaron en el pequeño escenario pegado a la cabaña. No muy lejos, otra frase del viejo Henry: “Fue aquí, en Big Sur, donde aprendí a decir Amén”.
La ruta rumbo a Los Ángeles deja atrás el bosque. En la mochila llevo como un talismán el libro que Kerouac dedicó a estos pagos. Fue publicado en 1962. Big Sur es el relato de la gran depresión, del derrumbe del pope beatnik. La contracara del célebre En el camino. Una fuga agónica de Kerouac y la turbia náusea por su mito viviente. Ahí anda Kerouac en la cabaña de su amigo Ferlinghetti frente al Pacífico, tratando de no beber y de escribir algún poema sobre la naturaleza en modo redención. Pero no aguanta y escapa a San Francisco, a los fantasmas del pasado. El libro es hermoso y termina triste, muy triste.
Juan Forn decía que el último párrafo era parecido a la señal de auxilio de un barco que acaba de descubrir en la práctica la teoría de hundirse. Se va a pique como el país que gobierna Trump: “Buscaré mi pasaje y diré adiós un día florido y dejaré atrás San Francisco mientras vuelvo a casa por la otoñal América y todo volverá a ser como lo fue en el principio… Simple y dorada eternidad bendiciéndolo todo… Nada ocurrió, ni siquiera esto… El niño crecerá para convertirse en un gran hombre… Habrá adioses y sonrisas y en suaves noches de primavera yo estaré en el jardín bajo las estrellas… Algo bueno resultará de todas esas cosas… Y será dorado y eterno… Nada más que decir”. «
