Rodrigo fue un ídolo hecho y derecho. Con carisma e ilimitada exposición mediática, llegó de la nada (bah, eso de nada es relativo: no era desdeñable apellidarse Bueno). Tuvo un ascenso vertiginoso, la pegó y se consagró. ¿Fue un modelo?: tal vez sí. A su imagen y semejanza muchos jóvenes consumen hectolitros de cerveza, se pintan el cabello de colores, sueñan con volverse ricos y famosos velozmente y no figura entre sus preocupaciones esenciales convertirse en alguien ejemplar. A través de la película de la talentosa Lorena Muñoz, Rodrigo regresará para estar un rato más entre nosotros, en múltiples pantallas y a cualquier hora. Volverá y será millones de afiches, de imágenes, de temas musicales que consienten trampas, desencuentros entre amantes y secretos de cuartos de hotel.

En la Argentina, los ídolos (y también las ídolas, palabra que llegó antes al corazón de la gente que a los diccionarios) también son diosas y genios, capos y monstruos, reinas y fieras y, por supuesto, potros. En la vida y en la muerte, Rodrigo pasó del salón de la fama al templo de la leyenda. Y en ese trayecto, lo único que no pudo satisfacer  fue la sincera demanda que tantas veces le hicieron sus seguidores: «No te mueras nunca».

Cordobés y fachero, pirata y cuartetero, creador de cuartetas directas y popularísimas, vivió a mil, o a 200, como se tituló su último disco. Y decidió hacerlo acelerada y peligrosamente, sin cinturón de seguridad, buscando y encontrando logros materiales, rating, fama y discos de platino. Igual que muchos habitantes especiales de nuestro Olimpo cotidiano, Rodrigo terminó trágicamente como Julio Sosa, Gilda, Olmedo, Monzón, Pappo, Luca Prodan, Gatica y hasta se permitió el atrevimiento de morirse un 24 de junio, el mismo día que Gardel. Rodrigo hizo bailar y saltar a miles de personas al mismo tiempo y sigue presente porque ofreció alegría de la simple, esa que no se olvida en la cancha de Belgrano ni en los que lo extrañan en la villa de la Costanera Sur que lleva su nombre. «