Gran parte del éxito de la convocatoria de este sábado contra el discurso homófobo del presidente Javier Milei fue la tácita aceptación por parte de los políticos de que lo suyo debía ser un discreto segundo plano. Ese bajo perfil no fue compartido por algunos dirigentes de la izquierda, pero prácticamente no hubo mención a ningún dirigente, salvo unos pocos que colaban el «Volvé Cristina» en los micrófonos de la tele.
En cuanto a la CGT, de la que por su naturaleza y sus fines se espera que defienda el trabajo y el salario, hubo reclamos por su tibieza de parte de compañeras y compañeros que claramente eran activistas gremiales, lo que hace pensar que si su cúpula hubiera concurrido de manera institucional, la habrían increpado a gusto, como ya sucedió en otras ocasiones
Aunque todavia no conocemos hasta dónde impactará la movilización de este sábado, hay algo que resulta inocultable: una protesta que se suponía sectorial y limitada a una minoría, tomó un carácter universal y condensó todas las reivindicaciones de vida y de trabajo que Milei viene agraviando. Y eso cuando casi nadie, ni siquiera entre la militancia, esperaba semejante protesta convocada por colectivos que son subestimados hasta por gentes que andan por ahí presumiendo de librepensadores.
Esta generalización de las consignas, planteada por la mayoría de los manifestantes, que mencionaban una y otra vez a los jubilados, a los estudiantes, a los desempleados y demás víctimas de la depredación, mostró claramente que la anemia de la dirigencia política opositora, atravesada por sus conflictos intestinos, no es obstáculo ni desampara la voluntad de lucha.
No es que exista un «que se vayan todos», es decir un repudio generalizado a los políticos, si no una especie de desencanto e impotencia derivados del apoyo político y social mayoritario logrado por Milei.
Encima, todos los encuestadores señalan un fuerte componente peronista en ese apoyo. Entre los fieles, se le atribuye la derrota a la gestión fallida de Alberto Fernández, que obviamente compromete a Cristina Fernández de Kirchner, sin que se considere ningún otro elemento ajeno a su arbitrio personal.
Volviendo a la marcha del sábado, parece claro que aquí y ahora no hay vanguardias, que las multitudes callejeras, por ahora, no le otorgan un lugar de dirigentes a quienes se creen tales, y que ese lugar no se gana con pronunciamientos o yendo a las marchas a mendigar visibilidad.
En los primeros años de la recuperación democrática, Raúl Alfonsín no simpatizaba con los movimientos sociales y los organismos de Derechos Humanos. Los consideraba incompatibles con la democracia formal y los partidos políticos, únicos legitimados para tramitar las protestas.
Por eso es un tonto error creer que las luchas espontáneas necesitan dirigentes formateados de antemano. La experiencia de las luchas populares de este país ha demostrado que sus mejores dirigentes populares surgieron de la lucha misma o fueron validados y legitimados por ellas.
Vale recordar que los partidos políticos como tales nunca han servido para la acción directa, sus ineludibles y legitimas funciones de maquinaria electoral y de creación de burocracias de Estado no condicen con la lucha de calles ni, por ejemplo, con el lanzamiento de una huelga de masas, aunque su militancia tenga participación destacada en esas rebeliones.
No hay, por parte del movimiento popular, una espera de dirigentes que lo conduzcan, que se presenten cada cual con su librito. El proceso de recomposición del frente de masas tendrá un altísimo nivel de espontaneidad, en cuyo curso se irán creando las articulaciones entre conciencia y organización. Sin esta inteligencia colectiva, condición indispensable para la confluencia política de todas las resistencias, el horizonte podría tornarse aún más sombrío.