Debería bastar con leer alguna página de Diego Angelino (1944, Entre Ríos) para darse cuenta de que es una de las grandes voces de la literatura argentina y para que dejara de ser un escritor casi secreto. Debería bastar, por ejemplo, con leer algunos de sus Cuentos completos que publicó recientemente Eterna Cadencia con prólogo de Martín Kohan. Debería bastar, pero a veces no basta.

El sistema de la fama literaria exige pergaminos, antecedentes o, sencillamente, con gran frecuencia, una gran falta de modestia para colocarse bajo los reflectores de la farándula libresca.

El tema es que a Angelino los pergaminos le sobran, pero la modestia también. En 1974 ganó el premio La Nación con un libro de cuentos publicado con el título Con otro sol. El jurado estaba integrado nada menos que por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Alicia Jurado y Eduardo Mallea.

Apenas un año antes, una novela que aún permanece inédita había sido recomendada por el jurado del premio América Latina organizado  por el diario La Opinión y la editorial Sudamericana. Ese jurado lo conformaban Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar y Rodolfo Walsh.

Además, su novela Sobre la tierra, editada en Barcelona en 1979, fue llevada al cine por Nicolás Sarquís.

Todo esto ocurría mientras Angelino seguía escribiendo silenciosamente desde El Bolsón, alternando su escritura con el trabajo en el vivero que había bautizado «La tierra baldía» y con el que abastecía a la numerosa familia que fundó. Estaba instalado en el corazón mismo de la escritura y muy lejos del epicentro del marketing literario.

Diego Angelino: “Siempre traté de alejarme del folklorismo”

Diego Angelino

¿Cómo nació su inclinación por la escritura?

–Desde temprano fui lector. En algún momento uno desbarranca como lector y comienza a escribir. A mí me pasó esto luego de los 20 años. Estudié en un colegio internado que tenía una excelente biblioteca y creo que eso desarrolló mi gusto por la lectura. Nací en Entre Ríos y a los 20 años me fui al Sur. Allí, en Comodoro Rivadavia, conocí a la que es mi mujer, nos casamos y tenemos seis hijos. Es una relación muy feliz y un acompañamiento también muy feliz. Sí, feliz, esa es la palabra.

¿Estos Cuentos completos reúnen sus dos libros de cuentos?

–Sí y algunos más. Es decir que reúnen los que decidí que se podían publicar porque me interesaba que se conocieran. Por suerte, uno tiene la virtud de poder descartar y quedarse con lo que más lo representa.

–¿Fueron escritos a lo largo de cuántos años?

–Si hacemos un recuento riguroso, fueron escritos a través de 50 años. Con otro sol, que ganó el concurso de La Nación donde en el jurado estaba Borges, entre otros escritores, está integrado por una serie de ocho o nueve cuentos que se desarrollan en un mismo ambiente que es Campo del Banco y lo publicó Corregidor en 1974. 

–Campo del Banco en sus cuentos se transforma en un lugar imaginario creado por usted como la ciudad de Santa María de Onetti,

Sí, se transforma en un lugar imaginario.

–Y hubo un segundo libro de cuentos.

–Sí, además de esos cuentos fui escribiendo muchos otros. La editorial Espacio Hudson, que es de la Patagonia publicó mi segundo libro de cuentos, Escrituras. Mi primera novela se publicó en España. En realidad esa novela es la prolongación de un cuento de Con otro sol, que se llama «Bajo la luna, sobre la tierra, bajo la noche» que es un cuento basado en un hecho real y que yo valoro mucho. Es la historia de una baronesa que compró un campo con su marido.

El hijo se había muerto en la guerra y estaban totalmente desolados y se instalaron en ese campo a vivir su soledad, su dolor. Poco después, él enferma y agoniza durante cuatro años. A esta pobre mujer unos paisanos que vivían allí le tienden la cama en el mejor sentido y en el total sentido porque la acuestan con el hijo de la pareja.

La familia de los Frutos.

–Sí, exactamente, la familia de los Frutos. Como yo pensé que ese cuento merecía una aclaración, una mayor extensión, un desarrollo mayor del escenario, escribí esa novela.

–Ese cuento es tan terrible que uno tendería a pensar que no es real.

–Sí, pero ocurrió así. Lo que a veces parece irreal es la realidad. Yo pensé que esa mujer necesitaba una reivindicación. Ella era una baronesa alemana que en otro tiempo hablaba cinco idiomas, a la que habían despojado de todo lo que había sido. Pensé que de alguna manera humilde y misteriosa la literatura podía, por lo menos, reivindicarla.

–¿Cómo nació la geografía imaginaria de sus cuentos?

–En primera instancia se fue dando quizá porque desde mi “destierro” patagónico, por decirlo así, yo sentía alguna nostalgia de Entre Ríos o más que alguna.

–¿Y por qué se fue?

–Estuve dos años viajando. Había estado estudiando en la universidad, me había hecho amigo de estudiantes de Santiago de Chile que me invitaron a ir allá y no había mucho que me uniera ya a Entre Ríos ni a la facultad. Había comenzado a estudiar abogacía, pero di cinco o seis materias y me di cuenta de que no me interesaba y de abogacía pasé a estudiar literatura y ese fue un error más grande  todavía (risas).

Diego Angelino: “Siempre traté de alejarme del folklorismo”
Diego Angelino con Jorge Luis Borges

–¿Por qué?

–Porque en la facultad la literatura era una negación de sí misma. Creo que fue un error cómo estaba enfocaba la carrera en esa facultad. Allí la literatura se contradecía con el amor que yo sentía por ella. En una de las materias teníamos un profesor que se dedicaba a dictar, ni siquiera a conversar de literatura. Una tontería mayúscula.

–Algo que me llamó la atención de sus cuentos es que casi no hay objetos cotidianos y eso, me parece, contribuye a generar un clima extraño. Los únicos objetos que registré son un carro y los espejitos, los botones, los carreteles de hilo y las puntillas que vendía “el Turco” del cuento «Nasif Nasem».

–Quizá los objetos no hagan falta. Tiene razón, casi no hay objetos, pero no es algo que hice de manera premeditada. Lo que me movía a crear ese universo es que hasta los 5 años viví en el corazón de la Selva del Montiel, en Entre Ríos. Allí vivían mis padres con sus ocho hijos. Había un lugar medio mágico que se llamaba Campo del Banco porque seguramente algún Banco habría embargado a una o a muchas personas y eso quedó ahí, a la buena de Dios.

–¿Había un edificio del banco allí?

–No, era todo monte. Seguramente allí habrían ejecutado alguna vez algún embargo, no sé. Finalmente, terminó siendo un lugar de malhechores, de gente desavenida con la Justicia o con la policía. Era algo muy particular, sobre todo para un chico. Los recuerdos que tenía de eso se acrecentaban, se dilataban, se transformaban con los años y la distancia.

–En el prólogo de sus Cuentos completos Martín Kohan dice que los suyos son cuentos de la espera. Pensé en Zama que una novela de la espera.

–Ya que lo mencionó, creo que Zama es la mejor novela que se ha escrito en la Argentina. Usted recordará que en la primera página dice “Dedico este libro a las víctimas de la espera”. ¿Qué más claro que eso? De mi parte, lo de la espera no ha sido algo intencional, hasta que me sentí cómodo en ese pequeño universo que había creado. Con el tiempo conocí a Rulfo, a Faulkner, a Onetti. Pero esos fueron encuentros posteriores con universos similares, claro que más complejos y más ricos, pero similares.

–¿Usted es una persona sistemática para escribir, tiene horarios establecidos?

–Dice un viejo dicho que no se puede ser marinero de dos capitanes. Pero yo fui toda la vida marinero de dos capitanes: el trabajo para sobrevivir porque teníamos seis hijos que había que alimentar y la escritura. No puedo decir que me distraía del trabajo, pero a veces la vocación de escribir se imponía con más fuerza y ahí me dedicaba a escribir ciento por ciento. Compré un vivero. Teníamos también un negocio minorista en el pueblo que lo atendía mi mujer.

En ese momento en El Bolsón no había universidad por lo que, cuando fueron creciendo los hijos tuvimos que mandarlos a estudiar a Buenos Aires y mantener dos casas. Si es que existe ese oficio, yo nunca tuve el oficio de escritor. Me siento a escribir por prepotencia cuando la necesidad de una historia me indica que tengo que escribir.  Y para escribir también hay que trabajar, hay que cultivar.

El vivero, paradójicamente, se llamaba La tierra baldía como el poema de T.S. Eliot.

–Es que cuando compré ese lugar era realmente una tierra baldía que no había sido trabajada. Era un mosquetal, un campo invadido por rosa mosqueta, una flora silvestre invasora, pertinaz. Lo que hice durante años fue cultivarla, mejorarla, en fin, transformarla. 

–En sus cuentos las historias transcurren en un pueblo, en una provincia, pero esa percepción está hecha de elementos muy sutiles, no de elementos típicos.

–Sí, claro, es así. Sin denostar a nadie, sin querer ser agresivo digo que siempre traté de apartarme del folklorismo.

Recurrir a estereotipos lleva al folklorismo y eso es algo que tuve claro desde muy joven y lo confirmé con el tiempo. Ninguno de los escritores que uno aprecia cae en eso.

Las esperas, la inquietud, la soledad

(…) “Ese tiempo largo y lento que Angelino sabe  desprender de los espacios, como si fuese su emanación o su secreto, acerca su literatura a la verdad esencial de las esperas, de la quietud, de la soledad. No son cuentos en los que nada pasa: pasan cosas, y a menudo, terribles; ni son cuentos de personajes apagados de apatía: incluso en el apocamiento algo tienen de desaforados. Y es que en eso consiste el arte de narrar de Diego Angelino: en que una fuga pueda ser “lenta y desesperada” (desesperada, ¡pero lenta!); en que alguien pueda escaparse sin proponérselo y sin casi saberlo o perseguir cierta cosa que nadie ubica y acasoi no exista; en que la llegada a cierto lugar sea tan larga como el viaje que la produjo (así llegan los inmigrantes a Comodoro, así llegan los inmigrantes a Nogoyá); en que en la acción de guerra impere lo moroso (“el moroso avance de la tropa”) y lo monótono (“el monótono golpe de los cascos”; en que la creciente de un río tarde en llegar mientras la burocracia a su vez “se toma su tiempo”; en que algo que aparece por fin, a lo lejos,  donde no había nada, lo haga “como a desgano”.

Del prólogo de Martín Kohan