Una tarde de mayo a pleno sol, entre mates y pancartas, un grupo pequeño pero ruidoso se reunió frente al Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Lo que a simple vista podía parecer un picnic simpático, en realidad era un evento mucho más insólito. Bajo el lema “¡Este movimiento no se extingue!”, y frente a las puertas del mismísimo museo emblema que exhibe réplicas de dinosaurios, estas personas dieron inicio al Primer Encuentro Internacional de Di.No.Negacionismo.
Nada en el asunto parecía serio: para empezar, el hecho mismo de que se convocara al encuentro como uno de una forma de “negacionismo”, un término que, desde el negacionismo del Holocausto al del cambio climático, suele ser usado de manera peyorativa, crítica; nadie se suele llamar a sí mismo negacionista. Todo sugería que la reunión que ponía en duda la existencia de dinosaurios era un chiste o una provocación (o la clase de mezcla entre ambas cosas que, en la jerga de las redes, suele denominarse “trolleo”).
¿Realmente los propios impulsores de la propuesta podían creer que los dinosaurios no existieron? ¿Había ahí dudas genuinas y no solo una pose? Más aún, incluso si se tratara de una duda sincera, ¿no es difícil tomarse en serio la aparición del “dino-negacionismo” por la simple razón de que no parece tener consecuencias prácticas? Grave es que la gente dude de la seguridad de las vacunas, o de la existencia del cambio climático causado por las actividades humanas, pero ¿a quién podría cambiarle algo si hay seres de luz que niegan que… haya habido dinosaurios?
Así las cosas, el asunto podría ser simplemente un poco tonto y no mucho más. Lo describiríamos como pintoresco y no como grave: los dinonegacionistas serían unos “locos lindos”, inofensivos. ¿Inofensivos? No. Lo que vamos a intentar mostrarles es que el combo que incluye dinonegacionismo no es, por referirse aparentemente a cuestiones sin consecuencias prácticas, algo inocuo.
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Lo primero que es importante notar es que los promotores del dinonegacionismo son terraplanistas: no es un grupo nuevo, son literalmente las mismas personas. Detrás del perfil de Instagram desde el cual se lanzó el encuentro en La Plata, “Nur para Todos”, está quien probablemente sea la figura más conocida del terraplanismo local, Iru Landucci. Con lo cual, que los dinonegacionistas nos parezcan o no unos “locos lindos” inofensivos pasa a depender de si los terraplanistas nos lo parecen.
El perfil de Instagram y el canal de YouTube de “Nur para Todos”, que ha servido de plataforma entre otras figuras a la del también aparentemente pintoresco Guillermo Moreno, entremezcla los diálogos de varones suspicaces y cancheros poniendo en duda la existencia de los dinosaurios y… contenido antisemita. Aclaremos porque nunca faltan quienes oscurecen: no se trata de contenido antisionista, la más que sensata y humana crítica del Estado de Israel y su atroz genocidio contra los palestinos, sino literalmente antisemita, en plan de teorías que no por viejas son menos peligrosas, como la que conjetura que la economía argentina la maneja “el poder económico judío” (sic). Con esto ya la cuestión, incluso si sigue resultándonos incomprensible, debería al menos empezar a verse menos simpática.
Pero ¿cómo se llega a poner en el mismo plato a la forma de la Tierra (que no es un plato) y los dinosaurios?
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Notar que los dinonegacionistas son simplemente terraplanistas sirve no solo para tomar nota, más o menos rápido, de que lo que vimos en La Plata no es realmente un fenómeno nuevo, sino también para saber cuáles son los dos ejes, fuertemente conectados, detrás de esta manera de (perdón Dolina) pensar: el individualismo epistemológico y el conspirativismo.
Del primero ya hemos hablado en una columna anterior: el individualismo epistemológico, es decir, la desconfianza general contra toda evidencia de segunda mano, contra todo argumento de autoridad es uno de los temas más repetidos del terraplanismo: “Hacé tu propia investigación”, no me creas a mí, andá y chequeá por tu cuenta. Y esto, aunque no te lleve de inmediato a salir a la calle a perseguir judíos, no por eso es inocuo.
Hay un paso muy pequeño entre sostener el argumento negacionista de “ah, yo no vi en ningún lado ese supuesto meteorito”, o de “mirá si las aves modernas van a descender de los dinosaurios”, por un lado, y exigir también poder evaluar de primera mano la evidencia sobre asuntos como la existencia o no de una epidemia de COVID o la eficacia y seguridad de las vacunas (como vimos que un juez uruguayo dictaminó que cada quien debería poder hacer).
¿Y el conspiracionismo? Poner en duda la existencia de los dinosaurios es, predeciblemente, echar un manto de sospecha sobre aquellos que nos dicen que existen dinosaurios. Los dinonegacionistas no piensan que haber postulado la existencia de los dinosaurios haya sido simplemente un error; creen, más bien, que se trató de una mentira, y la diferencia entre lo uno y lo otro es justamente lo que nos deja en el terreno de una teoría conspirativa. Al igual que cuando hablan de la forma de la Tierra, lo que pretenden desvelar los negacionistas es un complejo entramado que “nos quiere hacer creer” esto o aquello, siempre en beneficio de poderes ocultos.
Con lo cual el salto hacia cuestiones más cargadas de consecuencias prácticas, como la de si el mundo está o no dominado por una élite judía malévola, se vuelve no solo menos forzado sino inevitable: una conspiración requiere conspiradores, generalmente malvados.
(Paréntesis: por supuesto que a veces es sensato postular conspiraciones; las conspiraciones existen. Lo que pasa es que, en este caso, los motivos concretos por los cuales, en la visión del mundo de los terraplanistas/dinonegacionistas, Los Señores Malos tendrían interés en mentirnos sobre algo tan retorcido como la forma de la Tierra o la existencia de reptiles gigantes no son muy plausibles, pero bueno, no le pidan peras al olmo.
La hipótesis es a menudo que si creemos que toda la historia humana es un pequeño episodio sobre la superficie un planeta muy viejo y que gira alrededor de una estrella perdida en los confines de una galaxia entre muchísimas, tenderemos a vernos a nosotros mismos como menos importantes, menos “protagonistas”, que si pudiéramos volver a sentirnos el centro de la creación. En fin. Sigamos).
El punto no es solo que en el mismo momento en que alguien empieza a sostener una explicación conspirativa de por qué hay consenso científico sobre la forma de la Tierra o los dinosaurios ese paso ya lo lleva, por sí mismo, a tener que representarse una élite de gente mala contra la cual hay que luchar. El punto, más en general, es que tenemos evidencia de que el conspirativismo es un modo de pensar. Incluso si tomamos teorías conspirativas desconectadas en cuanto a su tema —la creencia de que el VIH/SIDA fue creado deliberadamente, o la de que el servicio secreto británico asesinó a Lady Di—, quienes creen en una de ellas tienen más propensión que el resto de la población a creer alguna otra teoría de estas características.
La “mentalidad conspirativa” es, de hecho, un mejor predictor que la identidad política de si una persona va a suscribir a una u otra de estas teorías. Simplemente no es probable que alguien pueda ser solo terraplanista/dinonegacionista y que el estilo cognitivo que subyace a estas creencias no se extienda más allá. Mucho más allá. Porque la mentalidad conspirativa y el individualismo epistemológico se retroalimentan y las consecuencias son catastróficas.
Casos extremos han sido el del llamado Pizzagate, una deriva de QAnon, que terminó con un hombre armado acudiendo a “rescatar” a presuntas víctimas de un ritual satanista en una pizzería de Washington; o el de Christchurch, en Nueva Zelanda, en el que la creencia en la teoría conspirativa del “gran reemplazo” acabó con 51 personas muertas y 89 heridas.
Entonces: ¿”locos lindos”? Locos quizá; lindos, seguro que no.