La ampliación del crédito, la expansión de las compras públicas de alimentos, la promoción de circuitos cortos de comercialización y la asistencia técnica territorial se convirtieron en los ejes principales de un esquema que intenta darle estabilidad a quienes históricamente quedaron relegados en el modelo agroexportador. Para miles de familias, estas medidas significaron la posibilidad de acceder a financiamiento accesible, mejorar precios de venta, estabilizar ingresos y animarse a inversiones productivas que antes eran inviables.

El crédito blando fue uno de los componentes más relevantes del proceso. A través del Fondo para el financiamiento del sector agropecuario (Finagro) y otras herramientas estatales, el gobierno amplió las líneas destinadas a productores que habitualmente quedaban fuera del sistema bancario tradicional. Las tasas subsidiadas, la flexibilización de requisitos y los programas de fomento permitieron que unidades productivas pequeñas incorporaran riego, diversificaran cultivos o renovaran herramientas básicas. La orientación estuvo puesta en que la producción campesina deje de depender de prestamistas o intermediarios privados y cuente con un respaldo público que mejore su estabilidad económica. En paralelo, el impulso a las compras públicas de alimentos destinadas a comedores escolares, hospitales y políticas sociales abrió mercados estables y previsibles, reduciendo la exposición a intermediarios y fortaleciendo redes locales de abastecimiento que dieron mayor autonomía a las comunidades rurales.

A estas iniciativas se sumó una expansión de los circuitos cortos de comercialización, con ferias campesinas, mercados itinerantes y plataformas logísticas que conectan productores y consumidores. Este tipo de herramientas permitió que los agricultores retuvieran más valor por cada venta, al acortar la cadena comercial y reducir el peso de los eslabones especulativos. Aunque estas políticas no resuelven por sí solas problemas históricos como la falta de infraestructura, los altos costos de transporte o las desigualdades territoriales, sí establecen una presencia estatal más consistente en zonas tradicionalmente marginadas.

Las organizaciones rurales coinciden en que hubo avances, aunque mantienen una postura crítica y exigente. La Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (Fensuagro) valora que, por primera vez en muchos años, el Estado diseñe políticas centradas en la agricultura familiar y abra espacios de diálogo permanente con sus representantes, pero señala que la ejecución todavía es desigual en regiones donde las dificultades logísticas y de seguridad limitan el alcance de los programas. El Coordinador Nacional Agrario (CNA) comparte la valoración positiva, aunque enfatiza la necesidad de una mayor participación comunitaria en la planificación, para evitar que las decisiones se definan desde Bogotá sin contemplar la heterogeneidad de los territorios. Ambas organizaciones reconocen que el fortalecimiento de estas políticas requiere continuidad presupuestaria y mayor presencia estatal en zonas donde históricamente dominó la ausencia de instituciones públicas.

El proceso colombiano, además, se inscribe en una tendencia regional donde varios países intentan fortalecer la producción de alimentos destinada al mercado interno. En Bolivia y Ecuador durante varios años se impulsaron compras públicas para vincular directamente a campesinos con políticas sociales; México sostiene en la actualidad programas de precios de garantía para cultivos básicos; y Chile avanza con líneas de financiamiento rural focalizado que priorizan la agricultura familiar. Colombia forma parte de ese fenómeno, aunque con su propio ritmo y sus propias tensiones, en un escenario donde la disputa por los recursos fiscales, la presión de sectores agroempresariales y los límites institucionales forman parte del proceso. En Argentina, el contraste es evidente: la discusión rural suele estar dominada por la macroeconomía de la agroexportación, con debates sobre retenciones, tipo de cambio y competitividad externa. Aunque existen experiencias valiosas de producción y comercialización directa, la política del Gobierno nacional desconoce desfinanció todas las políticas vinculadas a la agricultura familiar, lo que hace que el enfoque colombiano destaque dentro del mapa regional.

Los indicadores recientes muestran que estas políticas tuvieron impacto económico concreto. En el segundo trimestre de 2025, el sector agropecuario en Colombia creció 3,8%, enlazando cinco períodos consecutivos de expansión, mientras que en el primer trimestre de este mismo año sectores como el café, cacao, pesca y ganadería registraron un aumento interanual del 7,1%. La Unidad de Planificación Rural Agropecuaria informó que el área sembrada de cultivos transitorios aumentó 1,4% y que la producción creció 6,5% durante el primer semestre, impulsada por mejores rendimientos en varios rubros. Además, hacia finales de 2024 se generó cerca de 97.000 nuevos empleos rurales, una cifra que refleja la expansión productiva y el impacto de las políticas de fomento. A esto se suma el incremento sostenido en las líneas de financiamiento, que permitió a cientos de miles de pequeños productores acceder por primera vez al crédito formal, con implicancias directas en la capacidad de producir, invertir y sostener su actividad.

En conjunto, la orientación rural de este período no transformó de raíz la estructura agraria colombiana, pero sí modificó la relación entre el Estado y el campesinado, ampliando derechos, recursos y oportunidades productivas para un sector que durante décadas había sido relegado. La experiencia deja en evidencia que políticas públicas consistentes, aun sin grandes reformas estructurales, pueden generar cambios económicos y sociales de alcance significativo, y que el futuro del campo colombiano dependerá tanto de la continuidad de estas medidas como de la capacidad de las organizaciones rurales de conquistar nuevos logros productivos.