Uno de los principales triunfos del empresariado agropecuario de 2008 a esta parte fue asociar simbólicamente al “campo argentino” con agronegocios y derecha política. A favor o en contra, pocos discuten esto. Unos postulan que eso es bueno y que el Estado debe “sacarle la pata de encima” al campo para que la riqueza derrame de arriba hacia abajo. Otros esgrimen las retenciones como bandera redistributiva porque de otro modo ese derrame no existirá y porque nunca conseguirán su apoyo electoral. Y últimamente, quienes sostienen que “el peronismo debe amigarse con el campo”, imaginan una mesa en donde el Estado reconozca el rol del sector en el interior del país y negocie una nueva convivencia.

En todos los casos, la trampa ideológica consiste en que propios y ajenos hablemos del campo en esos términos, limitando los actores de este imaginario a las altas esferas empresariales y gubernamentales. Esto deja afuera a la contracara plebeya y mayoritaria de los agronegocios, que queda sin representación, y condena al campo popular a mantenerse sin agenda ni actor propio entre los cultivos y los arreos de ganado.

Un ejemplo es lo que sucedió el mes pasado. La mayoría de las cámaras, micrófonos y calculadoras apuntaron a la puja por las retenciones. Mientras tanto, la cúpula empresarial del campo desplegaba otro frente de batalla menos visible: bajar al máximo los costos laborales, descargando sobre sus empleados los problemas de la apreciación cambiaria. Milei les entregó la cabeza de los trabajadores -que lo votaron masivamente en 2023- como carta de negociación. En el corto plazo, en las instancias paritarias homologó salarios por debajo de la línea de pobreza. El sindicato, UATRE, movilizó por un aumento mayor en distintos puntos del país y hasta montó una protesta en la mismísima Exposición Rural de Palermo. No alcanzó. Más a largo plazo y al amparo de la Ley Bases, Sturzenegger ofreció aplicar su “rayo desregulador” sobre la Ley de Trabajo Agrario para facilitar despidos y reducir los aportes patronales, ejecutando un proyecto literalmente redactado por la Sociedad Rural Argentina. Sintomáticamente, el gremio se encomendó a San Cayetano el último 7 de agosto marchando junto a los movimientos sociales. Por último, de la mano de un hombre de Martín Menem, la Casa Rosada mantiene intervenida la obra social del gremio, desviando fondos para negociados propios que no la dejan funcionar, lo que costó la vida a un paciente oncológico. Mientras la desfinancian, el gobierno y quienes lo apoyan dentro de UATRE, responsabilizan a la conducción sindical por esa muerte y lo acosan con causas penales. Maquiavélico.

La importancia de estos temas fue inversamente proporcional al lugar nulo que tuvo en la agenda progresista este invierno. Mientras tanto, con su celular, un simple peón salió por arriba de este laberinto: Víctor, un gauchito tiktoker de origen paraguayo, fue despedido en malos términos de un campo cercano a Cañuelas. Su relato se viralizó tanto en redes que, después de mostrar en sus stories lo mal que vivía y trabajaba, el sindicato y el Ministerio de Trabajo de la provincia de Buenos Aires se hicieron presentes. Llegó a ellos por afuera. El despido no se revirtió, pero el peoncito pasó de dormir entre trapos sucios a almorzar en “La peña de morfi” en Telefé, recibiendo la solidaridad de millones y hasta un trabajo nuevo. Su caso no es la excepción sino la regla: parte de la gente común que sufre y se expresa por fuera de las roscas palaciegas. Dos de cada tres personas que laburan en el campo argentino son empleados en relación de dependencia como él. Son la mayoría de los votos rurales. Han apoyado a Cristina, a Macri, a Alberto o a Milei según en quién creyeron en cada momento. No se casan con nadie. Si el peronismo y el campo popular quisieran “amigarse con el campo”, deberían comenzar por ahí.