La muerte de Francisco dejó un vacío inmenso. No solo por el final de un pontificado atípico, incómodo y profundamente humano, sino por la desaparición de una de las últimas voces con autoridad moral capaz de interpelar a los poderosos sin pedir permiso. Pero también dejó algo más: un legado. Una herencia espiritual, política y ética que hoy, más que nunca, nos interpela.

Francisco no fue un Papa neutral. Su fe tuvo carne y dirección. Habló de los descartados, denunció la idolatría del dinero, llamó a desarmar los odios y a desatar los nudos de la desigualdad. Fue —como quería San Francisco de Asís— un testigo que predicó primero con el ejemplo. Desde su renuncia a los lujos vaticanos hasta sus gestos de cercanía con los migrantes, los presos, los pobres. Su vida fue una pedagogía de la ternura y del coraje.

Esa ternura no fue nunca complacencia. Fue acción. Fue abrazo al dolor ajeno y también bofetada al cinismo global. Francisco incomodó: dentro de la Iglesia, al mercado, a los autoritarios de turno, a los que convierten la fe en mercancía o en dogma vacío. No por capricho, sino porque eligió estar con los últimos. Su Evangelio fue siempre un grito por justicia, nunca un rezo de resignación.

Hoy, sin su voz en presente, el riesgo es el olvido. Que lo reduzcan a un ícono simpático, domesticado. Que su memoria sea vaciada de contenido y convertida en postal. Por eso su legado nos desafía: no basta con admirarlo, hay que continuarlo. No alcanza con recordarlo, hay que encarnarlo.

Recoger su testimonio es apostar por una espiritualidad que no se divorcie del mundo, por una política con alma, por una ética del cuidado. Es volver a poner a los pobres en el centro, a los pueblos en el mapa, al planeta en la conciencia. Es, en definitiva, sostener su ternura combativa como antídoto contra la desesperanza organizada.

Porque Francisco, incluso muerto, sigue siendo horizonte.