Fontanarrosa tenía razón. Verdadero visionario, anticipó “que el mundo ha vivido equivocado” y vaya a saber desde cuándo. Pero si consideramos desde el nacimiento de Cristo hasta hoy, exactamente 2025 años, no hemos cesado de equivocarnos.

Esto es bien fácil de demostrar. Si tomamos un siglo al azar, el siglo XV europeo, por ejemplo, nos encontraremos con un navegante medio chiflado que creía que navegando hacia el Oeste llegaría a las Indias. Su creencia llevaba implícita la idea de que la Tierra era redonda. Ya en el siglo II d. C. Ptolomeo había esbozado la teoría antojadiza de la redondez observando la forma en que los barcos desaparecían en el horizonte y otros elementos que sólo un alienado mental podría tomar como prueba de que nuestro planeta no es plano.

Hubo que esperar hasta el primer cuarto del siglo XXI para saber de forma fehaciente que, en efecto, la Tierra es plana, tan plana como los salarios y las jubilaciones, tan plana como un dólar, tan plana como las mentes de algunos funcionarios y funcionarias que de tan planas no les sobresale ni una sola idea.

Allá por la Edad Media se dijo que la planicie terrestre estaba sostenida por elefantes o por tortugas gigantes. Lo que nunca se pudo explicar es sobre qué estaban apoyadas esos elefantes o tortugas. Hoy, al menos por estas latitudes, se sabe que no sólo no se apoya sobre nada, sino que pende de un hilo que se sostiene precariamente desde el Norte.

Vaya si Fontanarrosa tenía razón: el mundo ha vivido equivocado. Tanto despilfarro de la Corona española para equipar La Pinta, La Santa María y La Niña, cuando se sabe que no hay plata, tantos pueblos originarios masacrados para enterarnos siglos después de que Colón no llegó a estas tierras navegando hacia el Oeste porque la Tierra no es redonda. Vaya a saber cómo lo hizo y cómo lo hicieron los saqueadores que lo siguieron, aunque es sabido que los amigos de lo ajeno siempre encuentran el camino.

Pero no aprendimos de nuestros errores y el mundo siguió estando equivocado. En 1796, a un médico, más bien, un medicucho inglés, Edward Jenner, se le dio por ponerse a observar a los ordeñadores de vacas. Se ve que tenía poco que hacer o que el siglo XVIII era aburridísimo. Lo cierto es que a falta de redes sociales con que perder el tiempo, creyó observar que estos ordeñadores no contraían viruela, una enfermedad leve en la vacas pero mortal en los humanos.

Fue así que llegó a la descabellada conclusión de que el contacto con las vacas era positivo y no se le ocurrió mejor idea que tomar material de una lechera infectada de viruela e inoculársela a un niño. La víctima que quedó en manos de este loco se llamaba James Phipps y tenía apenas ocho años. Según el medicucho, James quedó inmunizado y jamás contraería viruela. ¡Dios mío, a cuánto se atreve la ciencia! ¡Cuántos crímenes se han cometido en su nombre! Cómplices de esta fechoría, hasta el momento los miembros del Conicet no se han manifestado contra este horror. Más aún, en pleno siglo XXI, supuestos especialistas defienden las bondades de las vacunas. Las vacas no curan, pero si se tienen en cantidad, enriquecen, como bien lo saben los miembros de la Sociedad Rural a los que les importa un pito si hubo una vaca infectada de viruela que se convirtió en salvadora de la humanidad.

Afortunadamente, no se puede ocultar el Sol con la mano. Hace poco, un grupo de esforzados políticos logró desenmascarar a los charlatanes y demostró nada menos que en el Congreso de la Nación los efectos nocivos de la tan elogiada vacuna. En la creencia de que de este modo no contraería Covid, durante la pandemia un desprevenido ciudadano se dejó inyectar gustosamente la vacuna. Fue así que se convirtió en un hombre imán. Se le pegan los celulares y cualquier objeto metálico y, gracias a la vacuna, su vida hoy es un infierno. Duerme parado pegado a la heladera que lo imanta cuando pretende llegar al dormitorio, no puede ni pasar cerca de una ferretería porque se le adosan clavos, tornillos, espátulas, destornilladores, arandelas, tuercas… en fin, casi el stock entero del negocio.

La demostración no dejó lugar a dudas: las vacunas son nocivas, aunque el acto hubiera ganado poder de convencimiento de haber incluido al hombre que embaraza con la mirada, la mujer barbuda, la flor azteca, el hombre de la barra de hielo, el hombre bala, el forzudo que levanta 100 kilos con el dedo meñique y tantos otros personajes entrañables del mundo circense.

Abran bien los ojos y no se dejen engañar. El mundo ha vivido equivocado. Las universidades públicas no son un templo del saber, sino un aguantadero de zurdos que van a fumar porro y a conspirar contra el gobierno. Los investigadores no son benefactores de la humanidad, son unos vagos que se la pasan mirando porquerías por el microscopio con el mismo entusiasmo que si estuvieran mirando una película porno. Los profesores y maestros son perversos que intoxican con mentiras el cerebro de chicos y jóvenes. ¿Y la ciencia? La ciencia es un cuento chino inadmisible aunque se haya abierto la importación. A los que decían vender tinta china aunque la fabricaban en Avellaneda se les acabó el cuento. Hoy hasta la tinta argentina es made in China. La sabiduría china es milenaria, por lo que, frente a ella, la nuestra no resulta competitiva. El mundo ha vivido equivocado. Por eso, adaptemos la vieja frase de San Martín a los tiempos libertarios: ¡Seamos ignorantes, que lo demás no importa nada!