Un 17 de octubre pasó algo. Y todavía estamos hablando de eso, 80 años después. Porque lo que sucedió no es habitual en la historia de los pueblos. Ocurre sólo cuando un liderazgo conmueve a las mayorías populares de un país. Cuando un dirigente con astucia, vocación de poder, capacidad para detectar lo que está latente en la historia y voluntad para luchar contra las desigualdades, logra construir un vínculo que hasta ese momento nadie había explorado, al menos desde el sistema político establecido: la relación con los trabajadores. La tantas veces nombrada columna vertebral.

Se ha repetido hasta el cansancio que el 17 de octubre nació el peronismo. Más allá de la historiografía que busca y necesita consolidar mitos fundantes, aquella jornada profundizó la identificación entre Perón y buena parte de la clase trabajadora. Lo que aconteció aquel 17 puede equipararse con otros episodios de la historia mundial. Hechos en los que una iniciativa adversa que en un primer momento parecía triunfante -como el intento de cancelar el proyecto político de Perón y su agenda de nuevas leyes y reformas laborales- termina siendo el disparador de un fenómeno impredecible. El famoso tiro por la culata.

A 80 años de aquel hecho fundacional para el movimiento popular más importante de América Latina, movimiento que ha perdurado al paso del tiempo con una vigencia indiscutible, el Día de la Lealtad sigue disparando preguntas. Reflexiones. La forma en que se desarrollaron los acontecimientos, el traslado de Perón al Hospital Militar, el equilibrio que intentaban hacer las autoridades del gobierno castrense que lo había desplazado de todos sus cargos (un balance entre el ascenso de los sindicatos y la presión de los sectores acomodados del norte de la ciudad que se movilizaban con la intención de entregar la presidencia a la Corte Suprema). O el pesimismo de las horas más difíciles, cuando el propio Perón parecía resignado al exilio interno en Chubut junto con Evita, a quien entonces propuso dejar Buenos Aires y establecerse, juntos, en el sur.

Todo eso dice mucho sobre el péndulo dramático, la hora incierta de la política.

Perón había arriesgado mucho. Se había convertido en un símbolo -y en un protagonista central de la nueva etapa al institucionalizar desde el Estado las demandas históricas de los gremios-. Pero su apuesta no estaba exenta de riesgos. Y no tenía garantizado el éxito, ni mucho menos. Su apuesta personal, pero también la lógica imprevisible de acción-reacción que ni los mejores estrategas pueden planificar, convirtieron al 17 -con su ocupación del centro de Buenos Aires por parte de los trabajadores, que exigían la liberación y el regreso del propio Perón- en una de las fechas claves de la década. Como todos los hechos determinantes de la historia, aquella movilización tuvo muchísimos protagonistas, cientos de organizadores. El desenlace fue, en rigor, una construcción colectiva.

Todavía hoy se debate el rol de los gremios más cercanos, de quienes habían acompañado a Perón en la Secretaría de Trabajo y Previsión. O hasta dónde fue significativa la influencia de Evita. Lo cierto es que aquella manifestación dejó plantado en el ADN de los argentinos, sobre todo en la fibra emocional de los trabajadores, un modelo de acción política sobre qué hacer para cuidar a un líder emergente que representa a un proyecto colectivo y transformador cuando la amenaza de la reacción intenta bloquear todo un proceso político cortando su cabeza.

La respuesta está en la memoria emotiva que las mayorías populares transmitieron de generación en generación: poner las patas en la fuente y no abandonar la Plaza -símbolo del poder institucional- hasta revertir y hacer fracasar los planes de los profetas del odio.

*La primera versión de este artículo formó parte de Las patas en la fuente. El pueblo al poder, Roselli, Marco (compilador), Ediciones del Instituto Superior Arturo Jauretche de Merlo.