Se presentó El silencio, dictadura en el Delta, La mesa de libros exhibió los bellos ejemplares con tapa sobre el arte de Fabiana Di Luca, Tarea en el río, junto con los libros de Ediciones Genoveva, Los pájaros, Bestiario de islas y más títulos del catálogo.
Una mesa junto al fuego y un libro sobre la dictadura en el Delta. Vemos una escena de bar delante de bibliotecas y telones negros, libros ilustrados y del tesoro de Genoveva Lattuga, luces cálidas y ambiente de club cultural; nos encontramos en un espacio de libros entre vecinos isleñxs, “venidos” y otras que venimos todo lo que podemos al río, al monte, haciendo huella de libros en un camino verde, extenso y alto.

Es la segunda sección de islas. Y al fondo de un añejo bosque de álamos, está la Biblioteca Genoveva. Para llegar cruzamos el Paraná, navegamos más de dos horas y arribamos al muelle de la Genoveva, a pie, en canoas o kayaks, en embarcaciones a motor, en lancha colectiva. Y sucede en el monte de otoño, en una tarde gris donde el Arroyo Felicaria huele a leña y a ramas por quemarse sobre la hojarasca.
La llegada fue una travesía. Algunas vinimos en el libromóvil La Ballena, cargadas de libros, agua y alimentos para tres días. Otras cruzaron en la lancha colectiva, remaron unos cuatro kilómetros en kayaks o piraguas, o caminaron tramos largos a pie. Para llegar a la Biblioteca Genoveva hay que desearlo: cruzar el Paraná, serpentear por los arroyos y los juncos, seguir el monte hasta encontrar un claro.
En el espacio reservado para lo que será la pecera de la radio, Ángeles encontró un libro con el nombre de Genoveva en la primera página y tomó uno prestado de los estantes. Un hallazgo mínimo, un libro del archivo de Genoveva. Además de palear, caminamos por muchos espacios del predio donde trabaja la sociedad de fomento. En la recorrida apareció la botera, un espacio usado durante años por niñeces y juventudes, y Silvana fue observando lo que se guardaba ahí.
Alejandra fue armando una serie de imágenes: encontró personajes, cruzó libros, rearmó escenas con la mirada. Leyó, preguntó, pintó, escribió. Cecilia y Vivi caminaron por el monte recogiendo piñas y nueces pecan, siguiendo puentes, observando cómo el camino del río serpentea el río. Vir tocó acordes de guitarra del mundo, ideó paisajes sonoros y descansó a la música del fuego.
Y todas jugamos al ping pong. La mesa, bajo el nogal, parecía un estadio de cemento. Entre partidas, surgió la idea de organizar un abierto islas/continente, algo entre juego, gesto y encuentro. Una forma más de habitar la biblioteca.
El grupo de la biblioteca está activo en sus puestos, del buffet al muelle, del muelle a la sala, cuidando los caminos, las salsitas, cebando mates, dejando que el sol se instalase. Están miembros de la comisión, Victoria De Blas, Laura Gaglioni —ambas bibliotecarias—, Mariano Randazzo, Guillermina Weil, Gabriela Ramos, Sergio Fasanelli, Juan Bianchi, y Guillermo López —que no está, porque se fue a andar en bicicleta, haciendo de sus aventuras—, Estela González y Miriam Rosanda, infaltables de la grilla de “La Geno”.
Muchos y muchas de ellas, además de cocineros para el buffet, son integrantes del grupo de Teatro de la Biblioteca Genoveva a cargo de Gabi Ramos. Y están también Nirá y La Vaquita, peludos andantes y atentos, que entran y salen de la sala porque saben que algo bueno está ocurriendo otra vez en la biblioteca.
Nos acomodamos en sillas y en gradas. En la mesa están Guillermina Weil, presidenta de la biblioteca e integrante de la Sociedad de Fomento del Arroyo Felicaria, y la autora del libro, Marisa González de Oleaga, vecina de El Arroyo Caracoles, académica de Historia Social y Pensamiento Político (UNED), y trashumante entre bosques y aldeas.
Además integran la mesa personas infaltables, acompañantes y protagonistas: María del Carmen Ricciardo —Chicha—, del mismo arroyo; Carlos “El Sueco” Lordkipanidse, sobreviviente de El Silencio —centro de detención y tortura del arroyo Tuyú Paré—; y Mariano, quien de su mano llegó esta obra a la comunidad lectora de la Genoveva.
La autora nos cuenta que la obra El silencio no se tejió desde el saber, sino desde la intuición. Su clave de ingreso fue la escucha, las ideas que fueron surgiendo entre charlas y los viajes con Chicha para atrapar el silencio de la dictadura en las islas. La escritura sobre entrevistas dio cuenta de la memoria de la dignidad. González de Oleaga habló del trabajo de campo, del archivo popular, de las capas de historia, como hojaldre
Un silencio opresivo
“Gracias a este libro —dice—, yo he vuelto. Me reencontré con la que fui. Pude tener a mi familia en mi propio río.”
Y entonces escuchamos algo que aún hoy estremece: en 2011, junto a una amiga isleña y una fotógrafa, Marisa logró localizar un lugar que hasta entonces había sido apenas una intuición en los testimonios: la Quinta El Silencio, ubicada sobre el arroyo Tuyú Paré, en la Tercera Sección de islas de San Fernando. Durante décadas, sobrevivientes de la ESMA señalaron la existencia de este predio utilizado como centro clandestino de detención y tortura, cuando la dictadura trasladó personas detenidas para esconderlas durante la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
La quinta —de unas cincuenta hectáreas, con dos casas de madera sobre pilotes, aisladas por agua— había pertenecido al Arzobispado de Buenos Aires y fue transferida a la Armada mediante una escritura fraudulenta firmada por Emilio Grasselli, secretario del vicariato castrense. Cuando Marisa la encontró, aún estaban allí las camas, una cocina de carbón, el aliento de lo inhabitable.
Ese hallazgo no fue solo una confirmación. Fue la materialización de lo que muchos sabían pero no podían probar.
La geografía como archivo. El monte como testigo. El silencio como huella.
El silencio se hace ruido
Guillermina habló conmovida y nos contó que había leído el libro de Marisa dos veces. A Guille la conmueve la acción de Marisa, la duradera investigación, la poesía en su pensamiento, la claridad con la que lleva en su mirada cómo son, qué hacen, qué dicen las personas de la isla. Marisa encontró la forma de nombrar lo que no se dijo y existía. En el fuego, en la escucha, en la conversación con los vecinos, con sobrevivientes, ese silencio fue transformado. Guillermina nos propuso la lectura del final del libro. Aquí importa la cadencia, la poesía dentro del ensayo. Ella leyó y desde la platea, escuchamos los últimos párrafos.

Chicha, vecina, amiga, testigo y compañera de ruta de Marisa, toma la palabra. Recuerda el camino recorrido con Marisa: desde el monte hasta los archivos, desde la sospecha hasta la necesidad de saber. Hace presente también el silencio del Estado, las escuelas que no hablaban, los chicos que preguntaban, las heridas.
«Yo trataba de saber algo», dice. Cuenta cómo empezaron a hablar entre vecinas. Cómo esa conversación —aparentemente casual— reveló que muchas de ellas habían vivido cerca del horror, sin poder nombrarlo.
“Esto es trabajo de ella —dice Chicha sobre Marisa—, pero yo la acompañé. Y a mí me sacó un peso del alma. Voy a estar siempre agradecida.”

Marisa recibió innumerables mensajes desde España, cercanos a la fecha de presentación, de saludos y de aliento porque “acá es distinto”.
Después habla El Sueco. No lo llamaban así en ese entonces, no se había exiliado, pero hoy todos lo conocen como El Sueco.
¿Se puede contar una historia aun cuando nadie nos la pregunte?
El Sueco habla de lo que significa para él ser un sobreviviente, hablar un código en común, el sentido del compromiso, el hecho de estar acá, entre vecinos, en la isla, en el Delta, con un libro que no narra sólo el trauma, sino la resistencia. Y recuerda los años oscuros, la imposibilidad de decir, la pérdida de herramientas.
«Nos despojaron de todo —dice—, menos de la memoria.»
Y “La memoria es del pueblo”.
El Sueco habla también de la importancia de reconstruir los archivos, hacer un mapeo, la reapertura de los documentos que aún existen pero permanecen ocultos. De un pedazo de historia sin resolver, pero también de una victoria colectiva:
“1100 represores detenidos es un logro. Pequeño, pero inmenso.”
Mariano, integrante de la biblioteca, con tono sereno, retoma las palabras de John Cage: el silencio no es la ausencia de sonido, es otra cosa. Una forma de escucha, una manera de estar. Habla de comunidad, de memoria, de los modos en que esta isla guardó —y sigue guardando— rastros de lo que pasó. Nombra la dimensión poética del libro, su manera de entretejer relatos sin imponer una voz única, dejando que las historias respiren.
Luego se abre la conversación. Desde las gradas, una vecina pregunta cómo seguir contando esta historia en las escuelas. Gabriela Ramos, profesora de teatro y miembro de la Comisión, habla de la biblioteca como lugar de cuidado, de encuentro, de reparación. Dice que es necesario seguir abriendo la biblioteca en su sentido de refugio, en su sentir comunitario y en su acción de resistencia.

Este no es solo un libro sobre el silencio, sino sobre los paisajes donde ese silencio fue sembrado con violencia. Donde todavía se perciben las marcas. En sus páginas, Marisa González de Oleaga recorre el Delta como quien entra en una espesura cargada de historia: allí están Los Bajos del Temor, convertidos en cementerio a cielo abierto de los Vuelos de la Muerte; está el Arroyo Caracoles, con sus meandros ocultos y sus casas vecinas a la desaparición; están las orillas del San Antonio, las orillas del arroyo Tuyú Paré, donde el miedo se coló por las ventanas y el monte protegió sin saber a quién.
Termina la presentación con un fragmento leído por Guillermina, a pedido de la autora. Con aplausos. Con música a cargo de Luis Sampaoli y Laura Cestona. Con hamburguesas y tortas fritas. Con vasos de vino. Con el monte por oscurecerse, con la fogata y la guitarra encendida, sigue una rueda fogonera. Y con la certeza de que, en el Delta, en la Genoveva, este silencio se hace libro, canción y llama.
Trece años de investigación en las islas
El silencio. La dictadura en el Delta, de Marisa González de Oleaga, es el resultado de una investigación que se extendió durante trece años.
- La autora, historiadora y residente isleña, inició el proyecto en los años 2000, a partir de su vínculo con el Arroyo Caracoles, donde habita.
- Durante años recogió testimonios, recorrió el territorio y cruzó fuentes oficiales, relatos comunitarios, archivos personales y silencios.
- En 2011, localizó —junto a una amiga isleña y una fotógrafa— la Quinta El Silencio, un centro clandestino de detención y tortura en el arroyo Tuyú Paré.
- El trabajo combinó intuición, escucha, archivo y cuerpo.
- En sus palabras: “Se trata de una investigación que duró trece años… El Delta es un lugar muy complicado y llegar a tener el testimonio de los isleños requirió de mucho tiempo.”
(Entrevista en Radio Futura, 2024) - Y durante la presentación del libro en la Biblioteca Genoveva, el 22 de junio de 2025, compartió: “Gracias a este libro yo he vuelto. Me reencontré con la que fui. Pude tener a mi familia en mi propio río.”