La séptima edición del Festival Internacional de Cine de Entre Ríos (FICER), que llegó a su fin este domingo en la ciudad de Paraná, dejó una buena cantidad de certezas y emociones, todas ellas positivas. Como ya se dijo de forma extensa en este mismo espacio, una curaduría potente y equilibrada -que volvió a estar a cargo de un equipo comandado por el cineasta Eduardo Crespo, en su último año como director artístico del FICER- fue el principal sostén de ese éxito.

Como suele suceder en este tipo de encuentros, la Sección Oficial de largometrajes representó no solo el espacio de mayor visibilidad, sino también aquel a través del cual el festival expresó con claridad su forma de entender el cine. Una verdadera carta de intenciones.

Integrada por ocho largometrajes y sin discriminar entre ficción y documental, la Sección Oficial le ofreció al público entrerriano uno de los tantos recorridos posibles a través del cine argentino más reciente. El reparto de los premios, entregados en la ceremonia de clausura realizada en el Centro Provincial de Convenciones, le hizo honor a la amplitud de la programación, otorgando reconocimiento a trabajos con propuestas sumamente diversas. De esta forma, el Premio Ojo Pez, determinado por el voto popular, le correspondió al documental El principe de Nanawa, de la directora correntina Clarisa Navas.

Por su parte, el jurado oficial, integrado por las cineastas Laura Citarella y Sarah Jessica Rinland junto a Diego Brodersen, crítico de cine y director artístico de la Sala Lugones del Teatro San Martín, otorgó una distinción conjunta al documental Dice que…, de Alejandro Fernández Mouján, y La noche está marchándose ya, ópera prima de los cordobeses Ezequiel Salinas y Ramiro Sonzini. Además, en coincidencia con el premio del público, también reconocieron al film de Navas con una mención especial para su trabajo de montaje.

Las tres películas premiadas ofrecen propuestas cinematográficas muy distintas, no solo a partir de sus perfiles estéticos o los géneros abordados, sino también por sus intenciones poéticas. Si hubiera que mencionar un punto de confluencia para las tres, este podría ser su puntillosidad narrativa y la pasión por el relato cinematográfico. Los tres casos consiguen que dichas aspiraciones sean percibidas por los espectadores con una claridad total.

Películas premiadas en el 7° FICER

La única de las premiadas que narra desde la ficción es la película de Sonzini y Salinas, que cuenta la historia de un joven proyectorista que pierde su lugar en un cineclub financiado por el estado y se ve obligado a aceptar un nuevo puesto como sereno nocturno del lugar, para evitar quedarse sin trabajo.

Aunque claramente se trata de un relato ficticio, la película sin embargo funciona como un espejo deformado de la realidad. Es que ambos directores integran desde hace años el mítico Cine Club Municipal Hugo del Carril, institución central de la cinefilia cordobesa y el escenario en el que transcurren el 95% de las acciones de La noche está marchándose ya. Y si bien la historia que se cuenta no tiene nada de real, las características de sus personajes son sin dudas transposiciones directas no solo de las de sus directores, sino de las del equipo completo de la película, todos ellos involucrados directamente con las actividades del cineclub.

Ganadores del 7° FICER: el público abrazó al cine argentino en el Festival de Entre Ríos
La noche está marchándose ya, de Ezequiel Salinas y Ramiro Sonzini.

La dupla Salinas-Sonzini consigue no pocos puntos altos en la labor integral que representa su primer largometraje, del que no solo son directores, sino también guionistas, montajistas y directores de fotografía. En este último apartado, La noche está marchándose ya ofrece algunos momentos de altísimo vuelo.

Aprovechando la versatilidad de una fotografía en blanco y negro de alto contraste, la película juega con las luces y la sombra para producir una serie de imágenes de potencia casi onírica, que pueden tomar desprevenido al espectador, obligándolo a preguntarse si lo que acaba de ver era real o si se lo imaginó. El humor es otro de los elementos bien trabajados desde el guión, evitando poner el acento en los elementos menos gratos de la historia, para jugar con acierto las cartas de la comedia.

La noche está marchándose ya también puede ser leída en clave política, como una lectura crítica del estado actual del cine argentino. Una especie de “Casa tomada”, el cuento más famoso de Julio Cortázar, en la que un sujeto ajeno, aquí bajo las máscaras de la economía o la burocracia, pretende empujar al protagonista fuera del espacio dramático, obligándolo a encontrar nuevas formas de habitar y reconquistar el espacio en disputa.

En el camino, también aporta alguna reflexión interesante sobre las distintas formas de mirar (en el cine y en la vida) y la formación de los espectadores, una cuenta siempre pendiente del cine argentino. Al mismo tiempo, la película comete algunos excesos a partir de ciertas escenas que se perciben como artilugios del guión, como las del baile catártico o alguna otra. Objeciones que no alcanzan a impugnar un trabajo sumamente delicado y, sobre todo, muy querible.

También filmada en blanco y negro, pero con una paleta menos radical, en Dice que… Fernández Mouján tambien narra una historia con algo de metacinematográfico. A partir de un material rodado a finales del siglo XX en un pueblito en la provincia de Chaco, el director retrata a José Luis Alvarenga, un trabajador rural que fue uno de los personajes de Las palmas, Chaco, su documental de 2002, en el que mostraba la vida de los trabajadores de un ingenio tras su cierre, ocurrido una década antes.

La nueva película viene a cerrar el bucle temporal, regresando a aquel momento, luego de que el director se enterase de la muerte de Alvarenga, asesinado en ese mismo pueblito chaqueño muchos años después.

Ganadores del 7° FICER: el público abrazó al cine argentino en el Festival de Entre Ríos
Dice que…, de Alejandro Fernández Mouján.

Puede decirse que Dice que… es, a su manera, una película de fantasmas y el gris nebuloso de sus imágenes ayuda a instalar esa idea, a la que el juego entre el texto introductorio y el relato posterior terminan de validar. A través de una serie de placas negras con letras blancas, Fernández Mouján reproduce parte del expediente judicial que recoge los testimonios de los testigos del asesinato de Alvarenga, respetando la clásica jerga jurídica, que utiliza de manera similar a lo hecho por el italiano Antonio Tabucchi en su popular novela Sostiene Pereira.

Siempre con el latiguillo “Dice que…” al comienzo de cada frase, el director cuenta que Alvarenga fue provocado, que reaccionó, que hirió a un hombre, que se asustó, se hirió a sí mismo y terminó desangrándose en una zanja hasta morir, a la vista de varios vecinos. Inmediatamente después, la película lo revive, aún joven, a partir de aquellas imágenes tomadas 25 años antes.

El primer tramo del relato dirige al espectador directo a La libertad (2001), la ópera prima de Lisandro Alonso. Como en aquella, Dice que… sigue a Alvarenga en la soledad de algunas de sus tareas, como cortar leña en el monte y transportarla en su bicicleta. En ese tramo, la cámara trabaja de manera testimonial, mostrando pero sin intervenir. Más adelante es el protagonista el que narra su propia historia, en la que se repiten los encierros en institutos de menores y cárceles, hasta llegar a aquel presente en el que el chico ya ha formado una familia y busca encauzar su vida como puede, en el marco de una comunidad donde las condiciones son muy precarias.

En su segunda mitad la película vuelve al formato de registro puro, acompañando a Alvarenga y un grupo de amigos durante una cacería, evitando cualquier tipo de intervención. La estructura se completa con un final conmovedor, en el que algunas imágenes nocturnas del pueblo son acompañadas por un poema de Jorge Luis Borges leído por su propio autor, donde la muerte es conjurada en un texto cruzado por lo elegíaco y lo épico.

La idea de épica también atraviesa de alguna manera a El principe de Nanawa. O al menos así se puede describir el trabajo realizado por Navas, que durante prácticamente una década filmó a Ángel, un nene que vive en la frontera entre Paraguay y Argentina, y que comienza la pélícula con 9 años y llega al final casi con 20.

Se trata de un relato virtuoso desde lo cinematográfico, no tanto por su calidad técnica (la película incluye registros muy variados, entre ellos algunas escenas filmadas por el propio chico, al que la directora le entrega una cámara para que filme su propia vida en primera persona), sino por el arco que recorre su relato y la forma en que logra captar cada momento con un vigor que asombra.

Ganadores del 7° FICER: el público abrazó al cine argentino en el Festival de Entre Ríos

Con una duración superior a las tres horas y media, El principe de Nanawa se encuentra partida en dos mitades, una división que durante las proyecciones es subrayada por un intervalo de diez minutos. La primera parte corresponde a los últimos años de la infancia de Ángel, mientras que la segunda abarca el período de la adolescencia.

Ambas son atravesadas por atmósferas muy distintas, que de algún modo coinciden con los espíritus con los que se suele asociar a esos dos períodos vitales. Durante la infancia el protagonista es todo sorpresa, alegría y deseo, y la precariedad de su entorno familiar no parece ser un problema. Por el contrario, la segunda parte es conflictiva como la adolescencia misma. Ahí el chico se cuestionará casi todo, menos su fidelidad a la película y a su directora, con la que establece un vínculo de amistad muy fuerte.

Justamente son esos sentimientos que Ángel manifiesta los que habilitan a preguntarse por los alcances éticos del proyecto. ¿Existe algún tipo de aprovechamiento por parte de la directora en relación a su protagonista? ¿Acaso no hay una enorme disparidad entre lo que el chico le entrega a la película y lo que la directora obtendrá a cambio? No parece que Ángel tenga nunca demasiada conciencia de eso, pero Navas registra con claridad las objeciones que su propio trabajo implica.

En este punto tampoco hay que olvidar que esos diez años también implican una transformación para ella, que comienza el rodaje con poco más de 20 años y lo termina ya bien entrados los 30. Un crecimiento que también queda expuesto en la película y que le permite a la directora utilizar la segunda mitad para expresar ella misma algunos de esos conflictos y problematizar sus alcances. Ese gesto de honestidad convierte a El principe de Nanawa en una especie dilema cinematográfico donde las conclusiones corren necesariamente por cuenta de cada espectador.

Otros reconocimientos

Además de las películas, el FICER también entregó sus premios Tilda Thamar a la Trayectoria, con los que reconoce a personalidades destacadas de distintos ámbitos del quehacer cinematográfico. Los homenajeados fueron el documentalista chileno Ignacio Agüero (foto de portada), a cuya obra el festival también le dedicó un foco; la investigadora y especialista en preservación Paula Felix Didier, directora del Museo del Cine Pablo Ducross Hicken; y el crítico de cine Luciano Monteagudo, que durate muchos años fue director de la mítica Sala Lugones del Teatro San Martín.