Alguna vez, las juventudes argentinas progresistas pintaban por las paredes: «Patria querida, dame un presidente como Alan García». El líder aprista, en su primera presidencia, encaró reformas que intentaron socializar las estructuras económicas, políticas y sociales peruanas, en tiempos en los que estaba latente la controversial presencia activa de Sendero Luminoso. Su gobierno fue perdiendo predicamento ante las dificultades económicas y la recurrente reacción de los grupos de poder. Como contrapartida, con el arribo de los ’90 y la ola neoliberal regional, apareció de la nada un ingeniero agrónomo (presuntamente) nacido en Lima de padres japoneses emigrados en 1934 en busca de trabajo, sin antecedentes políticos. Alberto Kenya Fujimori, con severas críticas a la dirigencia tradicional, creó el partido Cambio 90 bajo el lema «Honradez, tecnología, trabajo», con el que se sorpresivamente fue creciendo en el favoritismo popular, al punto que en las elecciones de ese abril, entró en el balotaje, dejando afuera al oficialismo aprista (Luis Alva Castro).

Mario Vargas Llosa tenía listo para publicar su ensayo La verdad de las mentiras, continuidad de La orgía perpetua. Títulos sintomáticos al margen, el notable escritor desde su Arequipa natal pegó colosales volteretas transitando de joven burgués a progresista internacionalista para caer en lo más rancio del conservadurismo regional. Su amistad con Mauricio Macri llegó al punto de hacer de partenaire en 2019 al argentino, quien vaticinaba que «haría lo mismo» que hizo en su mandato pero «más rápido y con mayor ejecutividad». Política de shock, mega DNU, o lo que fuera, no aclaró si lo ejecutaría él mismo, o desde las sombras, como en el actual gobierno argentino. Lo concreto es que Vargas Llosa, en ese ’90, lideraba un entente de derechas peruanas y enfrentó con arrogancia al «desconocido japonesito».

Pero Fujimori, con apoyos inusitados, fue electo presidente el domingo 10 de junio. Sin estructura partidaria, se apoyó en diversos sectores, a cuál más reaccionario. Como en el abogado, agente de la CIA, jefe del servicio de inteligencia peruana, cómplice de narcos colombianos, antes y después procesado, encarcelado y absuelto Vladimiro Ilich Lenin Montesinos Torres, quien la historia lo describe como el presidente en las sombras de Fujimori. Se dijo que Susana Higuchi, la esposa del mandatario (y no su hermana), lo contrataba como su abogado a cambio de millonarios pagos con dineros oficiales. Lo concreto: Montesinos fue el reaseguro del establecimiento de una economía neoliberal, con la base sustancial en las propuestas de Vargas Llosa. El Plan Sturzenegger pergeñado para el gobierno del PRO; comprado con moño puesto por el de la LLA.

La esencia y más

Fujimori, en campaña, fustigó a su adversario liberal por su proclama de aplicar un shock. Pero el 8 de agosto, a los once días de haber asumido (Milei demoró 24 horas menos) decretó el Fujishock, con el ok explícito del FMI (de la mano del economista Hernando del Soto, quien iba a ser ministro de Vargas Llosa) y de los EE UU (George Bush padre era el presidente). Se encargó de enunciarlo el ministro de Economía, Juan Carlos Hurtado Miller (no Milei), surgido del neoliberalismo ortodoxo, quien no se encomendó a las fuerzas del cielo sino que lanzó un «que Dios nos ayude». Bajo la consigna nada original de que «no había otra solución» provocó una hiperinflación: 880% en dos meses, 7900% en un año. Brutal achicamiento del estado en post del superávit fiscal, aunque derivó en un déficit agudo; eliminación del control de precios; aumento de 3000 % en combustible; apertura indiscriminada de importaciones; drástica reducción de subsidios; superbeneficios a empresarios; liberalización de la economía; privatizaciones. La sempiterna receta no detuvo la caída brutal del PBI y no eliminó la inflación sino que llevó la pobreza a más del 65% y a la indigencia a más del 40%, con brutales caídas del consumo feroz desabastecimiento de productos básicos y otros flagelos. Hubo decenas de muertos por la represión de las protestas y los intentos de saqueos, aunque las cifras oficiales registraran sólo cuatro víctimas fatales. Nadie dijo que la moneda peruana, el inti, era «mierda» aunque valía el equivalente. En quechua, significa sol. Borraron el quechua: el Nuevo Sol valía un millón de intis. También se dijo que había que darle tiempo al flamante mandatario.

Vos sos la dictadura

No fue la solución para los problemas peruanos. Nada cambió cuando el empresario Carlos Boloña Behr reemplazó a Miller. Para Fujimori la «casta» se localizaba en los legisladores nacionales, a los que varias veces acusó de ligazón con narcos.

Cambio 90 controlaba sólo 32 de las 180 bancas en Diputados y 14 de 62 en Senadores, Montesinos ya había implementado el Plan Verde, una siniestra operación militar clandestina que se centró en el genocidio de indígenas y otros sectores de la sociedad y el control de la censura a la prensa (Plan Bermudas), entre otras acciones. Tampoco alcanzó. La segunda fase del proyecto fue el autogolpe del 5 de abril de 1992. Fujimori lo anunció por la tv: disolvió el Congreso y suspendió el Poder Judicial con el aval de las FFAA. Represión, presos políticos, secuestro y muerte, como en toda asonada militar, pero sin cambiar al presidente.

Aquel 5 de abril, Alan García zafó de la detención al huir por los techos de su casa y llegar a la de su vecino que no era otro que Juan Carlos Hurtado Miller, quien a su vez años después pasó un lapso tras las rejas por haber fraguado préstamos para sus empresas con fondos de los jubilados.

Fujimori retendría su despacho del Palacio Pizarro, la casa de gobierno peruana, en la Plaza Mayo de Lima, hasta noviembre del 2000, casi como Carlos Menem en Argentina… En el medio, reconstruyó una legislatura a su medida (93). Y tomó decisiones como la de esterilización forzosa que afectó a más de 314 mil mujeres. Un espanto. Fue su Programa Nacional de Planificación Familiar. No llegó a la venta libre de órganos.

Fujimori va por los 85. Exiliado en Japón, extraditado en 2007, condenado en varias ocasiones, la primera por usurpación de funciones y abuso de la autoridad. La del 2016: 25 años por las masacres de «Barrios Altos», y «La Cantuta». Las idas y venidas de su situación fueron diversas. El último 6 de diciembre, el Tribunal Constitucional peruano le permitió la salida del penal Barbadillo para quedarse en el domicilio de su hija, Keiko: de tal palo… La decisión judicial, una especie de indulto humanitario, provocó la grave queja de la Corte Interamericana de los DD HH, que acusó al Perú de «desacato». Como si la actual presidenta Dina Boluarte no tuviera suficientes problemas.

Alberto Fujimori-Javier Milei: cualquier parecido, no parece ser pura casualidad.

La Constitución impone gobernar

Tras disolver la legislatura en abril del 92, el gobierno peruano se manejó por decretazos hasta que construyó un Congreso Constituyente Democrático, que de democrático sólo tuvo la enunciación. Elaboró una Constitución de estructura neoliberal, a la medida del gobierno de entonces. Un cuestionado referéndum la aprobó con el 52% y entró en vigencia el 1° de enero de 1994. Tiene un sinfin de ítems controversiales como la instauración parcial de la pena de muerte. Pero fundamentalmente maniata las decisiones del Ejecutivo. Por caso, la aprobación del gabinete está sujeta a impugnaciones por parte del Poder Legislativo, lo que llevó a que los últimos gobiernos terminaran interrumpidos en forma sistemática, por la imposibilidad de gobernar.
Un ejemplo fue el del último presidente electo, Pedro Castillo, quien ante semejante panorama tomó la decisión de disolver el Congreso y de instaurar «un gobierno de excepción», pero acabó destituido y en prisión, luego de un gobierno de poco más de un año y medio con más de 60 cambios de ministros. Su sucesora, Dina Boluarte, parece más un títere del poder que una mandataria. Por ejemplo, debe pedir permiso al parlamento para hacer viajes referentes a su mandato y le rechazan la mayoría.
Un dato significativo: los ocho últimos presidentes peruanos fueron procesados por corrupción.