El sol de otoño apenas asoma entre los edificios de la calle Corrientes. Es media mañana, y los transeúntes apuran el paso intentando mitigar el frío. Al 1669 de la mítica avenida, la vidriera del Gato Negro exhibe su encanto de casi un siglo de historia. Allí se despliegan las especias multicolores, las variedades de té y café, las delicatessen y los accesorios ilustrados con el inconfundible logo del felino de moñito y cascabel. Adentro, los comensales ocupan las mesitas redondas y las sillas Thonet, iluminados por las arañas de bronce y rodeados del magnífico mobiliario de madera, con estanterías repletas de frascos, carteles y objetos antiguos. Un largo mostrador, que aún conserva el mármol original de 1928, domina el salón. La mampara que marca el límite con la cocina también es una reliquia de esos años en los que aún gobernaba Yrigoyen y todavía no había llegado la Gran Depresión. Acomodando tacitas y platos, muchos de los clientes buscan captar con sus celulares la magia de un ambiente sin tiempo. Nostalgias en la vida moderna.

“El Gato Negro es una novela”, sentencia Jorge Crespo, dueño del emblemático local. Con 76 años, le dedicó gran parte de su vida a este emprendimiento que fundó el español Victoriano López Robredo. El empresario, que también lleva adelante una compañía de maquinaria para la construcción, creció junto a Andrés López Robredo, hijo de Victoriano y padre de su medio hermano. Sentado en su mesa predilecta, todavía se asombra al evocar la historia del bar notable: “Victoriano primero abrió en esta misma cuadra, en 1926, un negocio que se llamaba La Martinica. La numeración no era la misma que la actual, era otro loteo. Conservamos la habilitación, pero no tenemos registro fotográfico. Dos años más tarde se mudó a este local, donde antes funcionaba una casa de reparación de máquinas de coser”.
En el traspaso, La Martinica cambió de nombre. Crespo recuerda que al nuevo local, Victoriano le puso El Gato Negro, por dos motivos: «primero, por un café que frecuentaba en Madrid, en la calle Del Príncipe, al lado del Teatro de la Comedia, que se llamaba así. Además, trabajaba en una compañía inglesa que compraba especias y las distribuía por todo el mundo; por eso, Victoriano solía viajar en el tren Expreso de Oriente, que salía de Estambul. Una de las cenas del vagón comedor —siempre muy lujosas— se la dedicaron a los gatos negros, y el menú estaba ilustrado con un gato con moño y cascabel. A él le gustó el símbolo y también lo usó”.
Si bien no hay un testimonio certero de la llegada de Victoriano al país, Crespo dice tener una idea bastante clara, a partir de ciertos datos: «para los europeos, después de la Primera Guerra Mundial, la Argentina era un vergel. Además, en España estalló después la guerra civil”. Instalado aquí, López Robredo abrió su negocio y se casó con una argentina. Pero no se olvidó de su tierra. “En Úbeda, donde nació, una vez por año se junta el clan López, todos parientes suyos. Yo viajé, invitado a una de esas reuniones, y la familia me contó que durante la guerra civil tuvieron que refugiarse en Madrid, y que Victoriano, una vez por semana, les mandaba desde Buenos Aires una encomienda con alimentos, por la hambruna”. Crespo también deduce que el español tuvo que haber llegado a la Argentina con una cantidad considerable de dinero: “no era tan simple abrir un negocio de estas características”.

La elegancia de resistir
El 28 de octubre de 2028 El Gato Negro cumplirá 100 años. “Yo siempre digo que Victoriano fue el de la primera fundación, porque hubo una segunda: la de su hijo Andrés”, dice Jorge, antes de enumerar una serie de circunstancias que, en conjunto, bien pueden leerse como una hazaña. “Cuando Victoriano falleció, quedaron a cargo del negocio tres empleados. Tiempo después, uno de los que mejor trabajaba, de apellido Bianchi, se murió acá, en el local, tostando café a las 6 de la mañana”. Asomaban los años ’70, y Andrés López Robredo, ingeniero hidráulico de profesión, se enfrentó a una decisión: “o seguía en lo suyo y vendía el negocio, o se hacía cargo”.
El Gato Negro, que había conquistado una reputación por ofrecer productos como canela, nuez moscada, anís estrellado, clavo de olor, azafrán, pimientas de todo tipo, y variedad de tés y cafés, se había convertido “casi en un almacén de barrio”. El hijo de Victoriano decidió entonces comprar las acciones y ahí llegó “la refundación”: empezó a hacer mezclas de especias, agregó las delicatessen y dejó de vender los productos más comunes que los anteriores encargados habían empezado a despachar. El Gato Negro tomó «un vuelo diferente”.
En 1978, mientras festejaba en Suiza la luna de miel de su tercer matrimonio, Andrés López Robredo murió inesperadamente. El destino del local de la calle Corrientes volvió a ser incierto. Cuestiones de herencia complicaron las cosas, hasta que su actual dueño, que legalmente también debió velar por la parte que le tocaba a su hermano menor, se quedó con el negocio. Corría marzo de 1990. “Llegaron los supermercados y atomizaron todo –recuerda Jorge Crespo–. La gente ya no venía al centro a comprar sus cosas. Entonces me di cuenta de que necesitaba hacer algo novedoso. Me sobraba lugar, porque teníamos incluso una tercera planta, y un buen día decidí abrir el café. Si no, hoy no existiría El Gato Negro”.
El empresario, que por trabajo comenzó a viajar por el mundo desde muy chico, es un amante de París. La Ciudad Luz está muy ligada a gratos recuerdos junto a Andrés López Robredo. “Yo andaba por los 20 años. Una noche salimos a cenar y él me enseñó dos cosas: una, a comer ostras. Después me llevó al café Les Deux Magots (N. de R.: abierto desde 1884) y me dijo ‘Cada vez que vengas, vas a encontrar a este lugar siempre igual’. Eso fue una iniciación, un aprendizaje que me sirvió a la hora de hacerme cargo de este legado y decir: ‘Acá nadie toca nada, esto se queda como está’”.
No faltaron luego otras cuestiones que pusieron en peligro, incluso, el histórico emplazamiento del Gato Negro. Sin embargo, la tercera generación a cargo del negocio logró sortear los peligros y reinventarse: “se generó una combinación interesante. La gente que venía por las especias se sentaba a tomar un café, y la que entraba para tomar un café, se llevaba alguna especia”.
Hace dos años, el empresario “rescató” otro local histórico del centro, el Café Thibon, de 1938, que también es parte de los Bares Notables porteños, como El Gato Negro. La idea siempre es no descuidar el equilibrio entre la tradición y lo nuevo. Sobre el local del felino con moñito, Crespo apunta que «el momento más fuerte» se centra entre las tres o cuatro de la tarde; más de café que de almuerzo. «La tienda de especias sigue funcionando exactamente igual que siempre. En ese sentido, no hubo ningún cambio”. Sí se ampliaron las opciones para comer, con una inspiración “clásica porteña”, se sumaron variedades y blends de té —se organizan catas con regularidad—, y cafés de Perú, Brasil y Colombia. Entre lo añejo que resiste, está la tostadora de granos que compró el mismísimo Victoriano: “tiene casi 100 años y todavía funciona”. Y agrega: “en ninguna de las ciudades que visité en el mundo, que fueron muchas, encontré un lugar parecido a este”. «
De las especias a las 40 variedades de té
Las especias, tés y cafés son productos singulares en más de un sentido. Por empezar, son propios de los climas cálidos, explica Jorge Crespo: “hay que mirar el medio del planisferio. En la Argentina no se producen especias, sino que hay algunas hierbas”. En Misiones, se dan algunos tipos de té. Crespo se enorgullece de ofrecer al público 40 variedades de la popular infusión, pero menciona como “el sueño del pibe” al local parisino Mariage Frères, que tiene 900. En cuanto al café, apunta que al igual que el vino, en su producción influyen el clima, la altitud y la tierra, y que los de mejor calidad “llegan hasta Santos, en Brasil”. Sin embargo, dice, hay algunos anuncios sobre posibles emprendimientos en Salta.
En busca de aromas y sabores, al local suelen llegar famosos chefs, que prefieren pasar inadvertidos en cuanto a los productos que se llevan. Otras veces, mandan a comprar a sus empleados.
“Son muy secreteros –se ríe Jorge Crespo–. Son celosos, casi divas, pero todos los que quieren buenas especias vienen al Gato Negro”.
Lo clásico va a prevalecer
Jorge Crespo reconoce que actualmente hay una merma en el consumo: “la gastronomía bajó fuerte en estos últimos meses. Y es parejo para todos”. No cree que las franquicias impliquen un riesgo para las propuestas tradicionales de su rubro. “Hay un auge grandísimo del café; eso del latte, el macchiato, que es una moda más estadounidense, y más de los jóvenes de entre 17 y 35 años. Pero nosotros seguimos con nuestro sistema, somos especialistas. Acá tenemos capuchino, cortado y café”, ironiza. Sobre el tipo de negocio estandarizado, cree que va a haber una especie de purga. Y que lo clásico va a prevalecer: “el turista va a seguir yendo al Tortoni, y el porteño, al Gato Negro”.
En cambio, sí considera crucial la digitalización. “El que no se colgó de esa cuestión, está perdiendo –vaticina–. Nosotros vendemos bastante a través del e-commerce. Y es lo que nos salvó durante la pandemia. Nos transformamos en la venta y en la logística”. También resalta la preponderancia de las redes sociales: “hay que darse cuenta de eso. Pese a que somos un lugar antiguo, estamos muy aggiornados”.