La propuesta era osada y hasta parecía inviable: se trataba de darle todo el poder al personaje más desequilibrado, presumiblemente más violento y menos preparado para gestionar su vínculo con las subjetividades de las otras personas. Primero pensaron que era imposible, después creyeron que sería efímero y cuando intentaron llegar a un consenso, ya no había vuelta atrás. No hablamos de los responsables del destino de la Nación (¿o sí?): hablamos de Gran Hermano.

La actual edición del famoso reality que emite Telefe comenzó el 11 de diciembre, fecha muy particular para estrenar un programa de televisión. Si bien las primeras semanas el envío midió significativamente menos que su edición anterior, a partir del segundo mes el programa retomó números por encima de los 20 puntos de rating para las «galas», superando ampliamente a cualquiera de sus competidores en la franja del prime time dominguero, que no alcanzan los dos dígitos y pierden feo en la competencia directa.

Los participantes de la nueva edición de Gran Hermano, todavía sonrientes para la foto.

¿La clave de este repunte? La consolidación de Juliana «Furia» Scaglione como el personaje central del show: tras superar los primeros desafíos telefónicos para irse o quedarse en el juego, la participante se consagró como la preferida del público. La producción del programa olió sangre y activó: comenzó a potenciarla, subestimando sus gestos violentos e incluyéndola en diversas pruebas especiales. Mientras tanto, se consolida en su estlo; suele agredir verbalmente a sus compañeros a partir de las características físicas, biográficas o cualquier elemento que le permita “desestabilizarlos”, como se dice en la jerga de GH.

Mientras tanto, en su entorno creció un grupo de concursantes que la secundan, “Las furiosas”, que funcionan como sus lugartenientes. Si se deja a un lado la propuesta del show y se omite la estructura arquitectónica de la casa, algunas escenas pueden confundirse con El Marginal, la célebre ficción carcelaria que produjo Underground. De hecho, Walter “Alfa” Santiago, el controvertido participante de la edición anterior, sostuvo que el lugar parecía “un pabellón de Sierra Chica”. Cómo serán las cosas para que a un reaccionario como Alfa le resulte excesivo el asunto.

El punto más alto (por ahora) fue la gala del último domingo, donde se vio a Furia amenazando de muerte a otros dos participantes. Uno de ellos fue eliminado por el público a través del voto telefónico, y la otra salió esa misma noche por voluntad propia, visiblemente desequilibrada por la tensión imperante en la casa. De hecho, el programa tardó 48 horas en mostrar un resumen de lo acontecido y entrevistar a los ahora exparticipantes.

La producción de Gran Hermano acusó recibo del episodio: el planeado ingreso de tres nuevos participantes ascendió a siete, en una gala especial. A la usanza clásica de los juegos de ingenio: ¿dónde podemos esconder un ombú? Pues en un bosque repleto de pinos, araucarias y fresnos.

La lógica del show escapa a la responsabilidad de Furia o de cualquier otro participante. Sostener esta exacerbación de la crueldad fue una decisión clara de quienes manejan el ciclo. Importa jugar a ganar, no importan las consecuencias. Los sentimientos, historias, la vulnerabilidad de los participantes son molestos estorbos entre el circo, el resultado y el rating. Hasta al autor de The Truman Show le hubiera parecido excesivo. Incluso, en repetidas ocasiones, Santiago del Moro les reclamó a los participantes que se enfrenten con sus compañeros, alegando que el canal los puso allí para generar conflictos: la maldad acechando en vivo y por la televisión abierta.

El programa funciona muy bien con la audiencia. Un poco por la aprobación general al formato (GH suele rendir muy bien en todo el mundo) y otro tanto por la fascinación con este ciclo en especial: el amor-odio con el personaje principal, la lógica “fandom” con los personajes y el agite de las situaciones violentas de parte de la producción lo consagrará, seguramente, como el ciclo más visto del año.

A su vez, resulta difícil reclamarle algún compromiso a una emisora, cuando desde el más alto rango del Estado se naturalizan, difunden y producen expresiones violentas hacia las las personas con discapacidad, los pobres o las disidencias sexuales, por sólo nombrar algunos ejemplos. Pero estos programas tienden a naturalizar el odio: le quitan el componente tabú y lo vuelven habitual. Como dijo Martin Kohan recientemente: “La crueldad está de moda”. Tal vez haya que construir, entonces, una cultura alternativa de la solidaridad, una vez más, y como tantas otras.