La presencia de Héctor Alterio en cualquier película era una garantía. Su aparición en escena irradiaba verdad, como si su rostro fuera un reaseguro de que nada, artísticamente hablando al menos, podría salir mal. Sus personajes podían ser amables, crueles, brutales o tiernos, pero siempre eran honestos consigo mismos. No se mentían ni nos mentían. Se manejaban con la seguridad que tienen los que saben lo que quieren. No siempre fue así, claro. Alterio tuvo que hacerse un nombre, imponer un modo de actuar y un modo de ser que era, a la vez, muy personal y universal, inequívocamente propio y a la vez reconocible por cualquiera. Y aun cuando se convirtió en un ícono, nunca dejó de ser uno más.
Entre la Argentina y España, entre el cine y el teatro, la carrera de Alterio se extendió a lo largo de ocho décadas, desde unos tímidos inicios teatrales a fines de los años ’40 hasta el unipersonal que realizó en 2023. Fueron tres cuartos de un álgido siglo que lo tuvo subiéndose a los escenarios en medio centenar de obras o apareciendo ante las cámaras de reconocidos cineastas como Manuel Antín, Leopoldo Torre Nilsson, Héctor Olivera, Sergio Renán, Carlos Saura, José Luis Garci, Pilar Miró, María Luisa Bemberg, Bebe Kamin, Luis Puenzo, Marcelo Piñeyro y Juan José Campanella, entre muchos otros, en una carrera en cine y televisión que llegó a los 180 títulos.

Alterio arrancó ya de grande a actuar en cine —tenía 40 años, pero parecía más— y sus primeros trabajos los hizo para Antín en Don Segundo Sombra y luego en varias películas de Torre Nilsson, entre las que se contaban El santo de la espada, La mafia y Los siete locos. Un poco conocido pero destacado trabajo de esa primera etapa fue el que hizo en El habilitado, del cineasta Jorge Cedrón, asesinado en París en 1980 en circunstancias nunca del todo aclaradas. Su consagración llegaría en 1974, año en el que estrenó un trío de películas que se convirtieron en clásicos: Quebracho, de Ricardo Wullicher; La Patagonia rebelde, de Héctor Olivera y, especialmente, La tregua, de Sergio Renán.
Quebracho, un film de denuncia social sobre la explotación de los hacheros por parte de las empresas forestales, dio paso a su inolvidable teniente coronel Zabala, el inflexible enviado militar a “negociar” con los peones rurales en La Patagonia rebelde, un militar nacionalista cuyos sorprendidos ojos —al darse cuenta para quiénes en realidad trabaja— ocupan uno de los planos finales más memorables de la historia del cine nacional. Su papel como un sufrido empleado en La tregua lo marcó para siempre. La película fue un éxito de público fenomenal y se convirtió además en la primera candidata argentina al Oscar a mejor film extranjero, pero en lo personal se trató del trabajo que lo llevó al exilio en España.

Alterio contó varias veces que, estando en el Festival de San Sebastián para presentar La tregua, se enteró de que su esposa Tita, en la Argentina, había recibido amenazas telefónicas de la Triple A. Al principio, decía, no se preocupó demasiado, pero cuando llamaron al hotel en el que estaba en el País Vasco repitiendo amenazas similares, decidió que era tiempo de partir. Entonces, con su esposa y sus pequeños hijos, Ernesto y Malena, se radicaron en España, país en el que pasaría toda la dictadura y que transformaría en su segundo (y por muchos momentos, primer) hogar. Poco después se enteró de que las amenazas, supuestamente, estaban relacionadas con un más que curioso motivo: a la Triple A no le había gustado nada que su personaje en La tregua tuviera un hijo homosexual. Y eso, aseguran, fue motivo suficiente para que recibiera amenazas de muerte.
Alterio y el exilio
Aun con las tensiones y los miedos lógicos del impensado exilio, estando en España rápidamente empezó a trabajar en películas que se volverían canónicas, como Cría cuervos, de Carlos Saura; Asignatura pendiente, de José Luis Garci, y El crimen de Cuenca, de Pilar Miró, entre muchas otras. Con el paso de los años y al establecerse allí con su familia, pronto Alterio pasó a ser considerado “hispanoargentino” y reconocido también allí como uno de los grandes del cine de ese país. Pero apenas regresó la democracia en 1983, su reconexión con el cine nacional fue inmediata.

Sus roles en películas como Camila y Los chicos de la guerra (ambas de 1984) y, especialmente, en La historia oficial (1985) le permitieron volver a ocupar un lugar central en el cine argentino tras casi una década de ausencia. Su trabajo como un agresivo y violento empresario que había “adoptado” a una hija de desaparecidos en el film de Puenzo —segunda nominación y primer Oscar para la Argentina— lo marcó para siempre en la retina de los espectadores. La durísima escena en la que golpea la cabeza contra la pared de Norma Aleandro y le atrapa los dedos en el marco de una puerta quedó como otro momento icónico del cine argentino.
De allí en adelante, Alterio siguió teniendo la increíble capacidad de aparecer en todas las películas más relevantes de las décadas siguientes. Fue parte fundamental de Tango feroz (1993) y, unos años después, encarnó al mítico anarquista que gritaba aquello de “¡La puta que vale la pena estar vivo!” en Caballos salvajes (1995), ambas de Marcelo Piñeyro. Y, repitiendo su rol cabalístico en los Oscars, fue parte central del elenco de El hijo de la novia (2001), de Juan José Campanella, junto a Ricardo Darín y Norma Aleandro. Su último trabajo importante fue también con Campanella en la serie Vientos de agua, en la que interpretaba a un inmigrante español que había llegado a Argentina en los años ’30.

Con Alterio no solo se va un ícono del cine, sino un hombre de talento, coherencia y humildad únicas. En abril de 2023, en el CCK, se le realizó un homenaje a su larga trayectoria en el que participaron muchos de sus colegas con los que trabajó a lo largo de los años. Al subir al escenario, en lugar de hacer un racconto de su carrera llena de hitos, leyó un texto en el que recordaba su pasado:
“Veo un muchachito flacucho y narigón andando en bicicleta por el barrio de Chacarita que encontró el modo de hacerse un lugar en este mundo haciendo que la gente se divierta con sus payasadas (…) Y veo también a un joven que gracias al encuentro con el teatro aprendió muchas cosas de la historia y de la condición humana. Fue una experiencia que me ayudó a tomar una posición política. Pasé los años de mi juventud pensando que la revolución vendría de la mano de la cultura. Y pienso, y pensé, que los bienes de este mundo están mal repartidos. Si pocos tienen mucho, muchos tienen poco y algunos casi nada. Esto es injusto y es la tarea que les queda a las generaciones futuras.” «