Sobre la guerra, un entretenimiento muy próspero al que el mundo vuelve regularmente -si es que alguna vez se fue- mucho que se ha escrito a lo largo de la historia. Desde aquel viejo Heráclito, para quien “la guerra es la madre de todo”, hasta el no menos griego Heródoto, que anotaba: “Nadie puede ser tan insensato de preferir la guerra a la paz, porque en la paz los hijos entierran a sus padres y en la guerra los padres entierran a sus hijos”. Más acá en el tiempo y la geografía, Perón señalaba, con acierto de estudioso de las estrategias militares, que “cuando uno no quiere, dos no pelean”.
Un poco de todo eso se está desatando en Oriente Medio y recrudece en estas horas. Hay quienes no quieren una guerra -porque saben que el clima da para que todo estalle en los aires-, hay quienes la necesitan porque les garantiza su subsistencia -fabricantes de armas incluidos- y hay quienes no pueden evitarla porque siente que les están mojando la oreja y algo deben hacer. En todo caso, lo que no siempre se tiene en cuenta es que entrar en una guerra hasta puede parecer parte de un video juego. Pero salirse ya no es tan sencillo. Y salirse sin meter a todos los cercanos en esa pantalla horrorosa, mucho menos.
El ataque con misiles de Irán sobre territorio de Israel, por lo que se sabe hasta ahora, fue un acto más bien medido que no causó mayores daños, porque algunos de los artefactos fueron destruidos antes de llegar por amigos o favorecedores de Tel Aviv y otros por el Escudo de Hierro sobre las principales ciudades. A esta hora se aguardaba cuál sería la respuesta del gobierno israelí.
Teherán viene padeciendo un acoso persistente desde el asesinato del general Qasem Soleimani en Bagdad hace cuatro años por un comando estadounidense cuando Donald Trump era presidente. El militar era el más alto mando de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica. Hombre de gran respeto en las fuerzas chiítas y de resistencia islámica, era también un gran estratega.
En unos días se cumple un año de la incursión de milicianos de Hamás y la Yihad islámica en territorios del sur de Israel, con un saldo de 1200 israelíes muertos y más de 250 personas tomadas de rehenes. La respuesta no tardó en llegar y consistió en arrasar la Franja de Gaza, dejando un tendal de más de 41.500 muertos y más de un millón de desplazados y denuncias por genocidio en la Corte de La Haya. Luego de ese «terminar» con Gaza, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) replicaron los ataques con misiles desde el sur de Líbano con una invasión que tiene como objetivo declarado destruir los cuarteles de las milicias de Hezbollah.
En el mientras tanto, en abril pasado, un bombardeo sobre el consulado de Irán en Damasco mató a otro comandante de los CGRI, Mohamed Reza Zahedi. A los pocos días la respuesta iraní fue mediante centenares de drones que cayeron sobre las bases israelíes de Ramón y Nevatim. En mayo el presidente de Irán, Ebrahim Raisi, murió en la caída de helicóptero en que viajaba con su canciller y otros funcionarios. En julio, el líder de Hamás, Ismail Haniyeh, fue asesinato en un atentado en la residencia en la que se alojaba, en la capital persa, donde había ido a la ceremonia de asunción del sucesor de Raisi, Masud Pezeshkian. El viernes pasado, el líder de Hezbollah, Hassan Nasrallah, cayó en un bombardeo en un suburbio de Beirut. Días antes, el estallido simultáneo de miles de beepers cegó la vida de una docena de personas, cuatro de ellos niños, y provocó al menos seis centenares de heridos.
Todo demasiado rápido y demasiado sospechoso. No son operativos que se implementen de un día para otro, llevan meses sino años de preparativos. Benjamin Netanyahu encabeza el gobierno más derechista en la historia de Israel, con algunos miembros de su gabinete que no dudan en proponer el exterminio de todos los palestinos, a los que no le reconocen rasgos humanos. La permanencia de Netanyahu en el poder depende en gran medida de que la guerra continúe, porque un alto el fuego implicaría que deba dar respuestas a la llamativa morosidad de las fuerzas de seguridad en repeler el ataque del 7 de octubre. Ya venía medio escorado por una reforma judicial que solo tenía como propósito, según grandes sectores de Israel, evitar varias cusas por corrupción y abuso de poder en su contra.
Pezeshkian, que todavía no logró aprenderse la botonera en los escritorios del gobierno iraní, debe enfrentar en el plano interno la presión de los milicianos que no aceptan la pasividad con que Raisi y ahora él, venían respondiendo a esas provocaciones de Israel y Estados Unidos. Hay sectores de la sociedad que es claro que no quieren una guerra, porque saben lo que implica. Todavía hay combatientes de la cruenta guerra contra Irak en los `80 para recordárselos. Pero las urgencias para no seguir poniendo la otra mejilla pudieron más. Quizás son más los que ya no quieren no querer una guerra.
El domingo pasado, tiempo publicó un artículo donde se aventuiraba que Israel esperaba represalias por la muerte de Nasrallah.
En vista de lo que ocurrió entre el lunes y el martes, quizás no tuvieron paciencia y apuraron los tantos. Rusia e Irán están cerrando los últimos detalles de un amplio acuerdo que va mas allá de lo comercial. Y las elecciones en Estados Unidos no dan la seguridad de un ganador que beneficie la posición de Netanyahu, a esta altura un problema no solo para gran parte de los israelíes sino para sus socios más fieles. Joe Biden ya no corta ni pincha como para ponerle el cascabel a ese incómodo gato ultraderechista y a Trump también se le están gastando las ganas de sostener al gobierno de Bibi.
Si la guerra es la madre de todo, puede ser negocio «pudrirla» ahora para que sea quien esa el nuevo inquilino de la Casa Blanca, tenga que jugar con las cartas ya marcadas.
En otra situación internacional, Argentina podría ser útil para acercamientos varios, habida cuenta de la cantidad de musulmanes y judíos nacidos y criados en estas tierras. Pero la alineación acrítica de la gestión Milei solo augura un encolumnamiento peligroso detras de los señores de la guerra.