Lo anticipa su título. La azotea, la primera novela que Fernanda Trías escribió a sus 23 años y ahora es publicada por Marciana, es un libro sobre los espacios. Uno dentro del otro, como si estuvieran en el interior de una mamushka. Adentro de un departamento, un cuarto. Adentro del cuarto, una jaula. Sobre todos ellos y al aire libre, la azotea. Los lugares, comúnmente usados como telón de fondo en la literatura, son los verdaderos protagonistas y conforman el único mundo posible para la narradora Clara —quien también lleva dentro de sí a su futura hija—, su padre y el canario, un animal encerrado que subraya aún más la falta de libertad.

Toda la historia transcurre entre estos espacios de la casa, que parecen por momentos capas laberínticas de la mente de quien hace avanzar los días y el relato de esta particular familia. Ni los personajes ni el lector verán demasiado el afuera durante estas páginas claustrofóbicas y tenebrosas: “No hay rambla ni plaza ni iglesia ni nada. El mundo es está casa”, sentencia Clara llena de furia a su padre en las primeras páginas.

Al igual que los protagonistas del clásico cuento de Julio Cortázar “Casa tomada” —el “matrimonio de hermanos” de Irene y el narrador—, la familia de La azotea permanece aislada en el espacio único de la casa, se intuye, por motivos de salud mental, pero también por la necesidad de continuar en cierta inercia de una vida poco parecida a una vida. La casa funciona como un microcosmos, un mundo habitado de símbolos y poéticas, en palabras del filósofo, epistemólogo Gaston Bachelard. Es el primer territorio de exploración —“nuestro primer universo”— y de los itinerarios que definen el movimiento y el ser de sus habitantes. En este espacio externo se refleja el mundo interno. En el texto de Trías, no solo el espacio y personajes son uno solo sino que este lazo tiende a replicarse. Ante la imposibilidad de salir al exterior a pescar, Clara le regala a su papá una pecera. Porque, dice la narradora. “¿A dónde podía ir? Este era su lugar”. El encierro de los peces (que se suma al del canario) es un desdoblamiento del mismo que sufren ellos.

El departamento, habitado por estas subjetividades frágiles y al borde, es una guarida desde la que defienden, protegen y justifican su mismo aislamiento e identidad. El encierro llega a ser asfixiante, trágico, oloroso. Las puertas a la  ciudad que los rodea se van cerrando una tras otra. No hay lugar para lo público. El exterior se vuelve una ficción amenazante. Los que están afuera, también: “El mundo es malo. Las calles son peligrosas y no se puede confiar en la gente”. El único nexo afuera-adentro es el personaje de Carmen, una vecina que hace los mandados y la narradora confiesa no soportarla, pero debe hacerlo para sobrevivir y para saber lo que ocurre en el edificio.

Lo más doloroso de esta novela incómoda y perturbadora de leer es que parece haber secretos de familia no dichos, que los personajes intentan guardar bajo la alfombra. Clara se comporta como hija y esposa de su padre… Julia, la novia de su papá, tuvo un accidente terrible, que fue deseado por la narradora. La voz del relato, desordenada, osada, psicológicamente inestable, le pertenece únicamente a Clara, que empuja al encierro a su padre e hija en esta casa que es una prisión en sí misma.

No se puede evitar preguntar en la lectura de esta novela corta de la escritora uruguaya hasta cuándo durará, cuánto podrán aguantar los personajes, cómo hicieron para soportar tanto tiempo, qué esconden, cómo van a sobrevivir sin trabajo ni dinero. La narradora, que ya parece saber que hay un final y pronto llegará, da indicios permanentes de qué todo este mundo terminará. Narra desde el final de este mundo que nos describe. 

Las escenas de desamparo y desesperación, como cuando Clara debe robar agua del tanque del edificio porque le cortaron el servicio por falta de pago, tocan cada vez más el borde, el peligro al que siempre estamos próximos de llegar. El hambre y la pobreza destruyen por dentro a ella y a su hija recién nacida. También destruyen la casa. También, la mentalidad de Clara.

Hay un respiro breve para el interior en tensión de la narradora y su historia: las salidas a la azotea, el lugar que da título a la novela. La visión de la ciudad desde ahí arriba es poderosa, contemplativa. El exterior deja de ser un enemigo: “Quiero reconstruir la vista de la azotea,recordarla en forma tan perfecta que ya no pueda distinguir el recuerdo de la realidad. La azotea era mi lugar: el único donde no pudieron vencerme. Hacia la izquierda los árboles del parque crean la ilusión de una alfombra verde y uniforme. Los edificios son bajos y parecen construcciones de juguete”. De manera contraria a su habitación, la habitación del padre y el departamento en sí, este es un espacio que significa autenticidad y libertad. Ahí la narradora no tiene ningún rol, es simplemente una mujer con sus deseos. Y encuentra la soledad. Es ella misma. También la terraza se vuelve por momentos imaginaria, otra capa del inconsciente de Clara que va y viene entre la idea de la vida y la muerte, entre la realidad y el delirio.

En La azotea la única forma de salir es salir muerto. La  sensación que deja esta novela sobre espacios es la de que no los hay. No hay lugar, hay asfixia. No hay escapatoria posible, como si el mismo departamento fuera una extensión de la mente de su habitantes que se resisten con la fuerza poderosa de la inercia. La mente puede ser un lugar terrible, parece ser la moraleja.  Lo dice la narradora: “Los pensamientos son materia. Podemos lograr cosas con solo desearlas”.