En los tantísimos años de andar por ciudades y pueblos como escritor me he cruzado o chocado, de manera reiterada, con dos lugares comunes sobre el libro y la lectura que alimentan equivocos que se reiteran. Suelen sostenerlos aquellos que no leen o que leen poco y nada, incluso políticos y periodistas.
El primero de los equívocos lleva en sí el lamento de porqué ya no se lee, porqué la lectura ha perdido su edad de oro. Es una verdad a medias, muy a medias, basada en impresiones personales y ensoñaciones pueriles. Es verdad que en las clases más bajas se suplantó a las revistas (humorísticas, deportivas, femeninas, policiales) y al diario de papel por la televisión y luego, por sitios de internet; lo último como lectura no es tan distinta. Pero, mientras esto ocurría la producción de libros adquirió una diversidad que creció hasta duplicarse en títulos. Además, afirmar que ya no se lee, apuntando especialmente a niños y adolescentes, es tener por cierto que antes todos leían, lo cual es una fábula.
No soy ejemplo de nada, pero sí un caso, como lo son aquellos con los que converso sobre el tema y a los que les pregunto: ¿vos eras lector en la escuela primaria y secundaria? Si lo eras, ¿tus compañeros también leían y hablabas de libros con ellos? Creo que la mayoría de quienes fuimos lectores sabemos que constituíamos una minoría y, a veces, un personaje único en el aula. Además, la escuela no promovía la lectura, no tenía biblioteca y, si la tenía, estaba cerrada o no había bibliotecaria. Eso ha cambiado en muchísimos lugares, incluidas las escuelas públicas en barrios pobres, donde la escuela es una activa promotora de libros y lecturas, con iniciativas que además incluyen a los padres. Y esos padres ven con satisfacción que sus hijos participen del mundo lector. La democracia post 1983 tiene muchas deudas, lo sabemos bien, pero esta no es una de ellas.

Lo segundo es hablar de las bibliotecas como de lugares de resistencia, de un repliegue parapetado en libros, con lectores que merman día a día. De agonía. Como la Argentina tiene más de mil bibliotecas que han fundado y sostienen las propias comunidades -las famosas bibliotecas populares-, el sayo les suele caer a ellas. Se las mira con compasión, como si fueran reservas naturales rodeadas de un escenario modificado definitivamente y con las horas contadas. Para cuestionar esto también soy un caso y tampoco el único. Porque conozco muchisímas bibliotecas activas y dimámicas, insertas y respetadas en la comunidad, vinculadas al mundo educativo, cultural y recreativo en general. El año pasado estuve en una así en Bariloche; hace unos pocos días en otra, en General Villegas. Sus directivos y voluntarios son personas entusiastas y a las bibliotecas asiste gente de todas las edades con la misma naturalidad que va a la verdulería; es decir, no las tienen como refugios sombríos ni como lugar sagrado al que se entra en puntas de pie. Entonces, no hay que hablar sobre ellas con términos o expresiones como “todavía” o “así y todo” y verlas con ojos lastimeros. La mayoría actúa como centros culturales o comunitarios con actividades en las que el libro actúa como pivote o disparador.
Cuando respondemos a estos equívocos, algunos se sorprenden, a otros les cuesta reconocer que están equivocados y prefieren seguir con el casete. O sea, no todo se soluciona tan fácil. Como se suele decir, hay que remar en dulce de leche. Eso saca músculos.