Ni la infancia está libre de malas noticias, Tenía apenas seis años cuando la maestra de primer grado nos comunicó a mis compañeros y a mí, que en castellano la letra H era muda. Qué mal destino para una letra, pensé, cuyo objetivo es, precisamente, sonar. Como para amortiguar el golpe agregó que, en cambio, en otras lenguas como el inglés, sí sonaba. Lo que para mis compañeros de grado fue un alivio, para mí fue nafta sobre la hoguera de mi precoz indignación antiimperialista. Es que el inglés estaba prohibido en mi casa por decisión de mi padre. Para horror de mis tías que consideraban que mis padres estaban criando tres salvajes, ni mis hermanas ni yo íbamos a una maestra particular que nos enseñara esa lengua. Pero no era ésta la única prohibición. Tampoco podíamos tomar Coca Cola ni mascar chicle.
A veces, espiábamos a escondidas los cuadernos de mis primas donde encontrábamos frases tan absurdas como Is this my pencial? Yes, that is`t your pencil? Where is the cat? Is the cat on the table? No, the cat is under the table. Lamento hoy no haber tenido el talento de Ionesco para escribir La cantante calva, piedra basal del teatro del absurdo basándome en ese mismo sinsentido que él también percibió en un manual de inglés. Por otra parte, Ionesco había nacido en Rumania, un país que, aunque, no sabía bien dónde quedaba, intuía que no figuraba en la lista de países vetados por mi padre.
Pero volvamos a la mudez de la H que me enojaba y me entristecía al mismo tiempo. Yo había escuchado hablar de que existían letrados y me interesé por saber si eran especialistas en curar letras. ¿Quién no ha tenido alguna vez una O con carraspera, una E fatigada o una M con una patita quebrada? Pero no, esos letrados no curaban nada. Por otra parte, según me informaron, la mudez de la H es incurable, casi tanto como la pobreza.
De hecho, la desheredaron de la voz cuando pasó del latín al español. La pobre venía cantante y sonante del hebreo. Se llamaba heth que quiere decir cerrado, dio vueltas por los siglos y, de pronto sintió que la empujaba del latín un ejército de sonidos digno de la fuerzas de Patricia Bullrich para reprimir jubilados y que la habían despojado de la voz. Además, le habían rebajado el cargo: ya solo servía para distinguir el sentido de una palabra del sentido de otra de escritura similar. Pasó a ser una empleada estatal ortográfica, una función útil pero, si se quiere, un tanto burocrática. Ya no levantaba vendavales lingüísticos Ni siquiera mantenía la pequeña aspiración susurrante de cuando era una auténtica chica latina.
Todo esto lo supe mucho después de terminar el primer grado. A esa edad en que uno comienza a preguntarse por qué es como es, por qué los bienes de la vida están repartidos de manera tan inequitativa, por qué uno no ha sido lo suficientemente fuerte como para impedir que despojaran de su voz a la h. Es ese momento crucial de nuestra existencia en que uno no sabe bien si seguir un curso de filología hispánica o ir al psicoanalista.
Durante todo el primer grado me mantuve bajo el dominio materno-militar de la maestra, la señorita Ema. Debo confesar que, sobre todo en los primeros tiempos, me provocaba miedo. No era por sus maneras –era una mujer tierna- sino por su tamaño. Era una mujer enorme a la que el guardapolvo blanco de la escuela pública le daba un parecido con Moby Dick, la ballena blanca creada por Melville. Yo temía perder algua parte de mi anatomía, como le pasó al Capitán Ahab y me parecía que era demasiado joven para hacer un sacrificio tan inútil como acercarme demasiado a aquel tierno cachalote que vivía proclamando las bondades del dictado que ayudaba a mantener la salud ortográfica, tanto como la sopa ayudaba a mantener la salud corporal.
Recuerdo que había establecido un código secreto con el alumnado: cada vez que la palabra dictada comenzara con H, ella daría un hondo suspiro nostálgico, como aquellos que comprometen todo el sistema respiratorio para hacer desaparecer el presente y dejarnos invadir por el pasado. Claro que mi pasado era pequeño en ese momento. El de ella, en cambio me parecía tan norme como ella misma. No sé si aprendí ortografía con aquellos dictados, pero creo haber aprendido mucho de los suspiros, del ruido infernal que puede esconderse bajo una letra silente, del verdadero vendaval que es capaz de desatar un suspiro, de la furiosa tormenta que puede preceder a la palabra más inocente, de la furia del silencio acumulado.
Creo que, de persistir en los dictados, habría llegado a ser una buena suspiromante capaz de leer el sentido de aquello que se deja salir luego de haberlo apresado durante tanto tiempo.
He comenzado a escuchar que el silencio de la H tiene filtraciones, que hasta por escrito se nota que la H está desbordada, que ya no puede seguir conteniendo en sus entrañas tanto silencio acumulado.
Hija de un hombre descreído que practicaba el ateísmo como una religión y descreía de casi todo con una intensidad lírica, tengo muy pocas creencias absolutas: creo, que la mudez de la H ha fermentado a través de los siglos y que algún día lanzará un suspiro tan estentóreo que no dejará nada a su pasó.
Vi gente con pancartas que decían Hijos de puta. He escuchado corear el insulto a voz en cuello. Lo he sentido derramarse por las calles…
Que después no digan que no les avisé, que no vengan a reclamarme: esa h, tan modosita que parecía. Que no se equivoquen: la furia suele anidar en el silencio. «