Vladimir Demikhov no nació loco en 1916. Eso vino después, como todo lo bueno en la vida. Primero fue un pibito flaco de la estepa rusa, con nombre de cosmonauta frustrado y una infancia tan dura que el pan era más ficción que la propaganda soviética. Su padre cayó en la guerra civil de la revolución soviética cuando él tenía tres años, así que lo crió su mamá junto con sus hermanos, en un entorno donde lo más parecido a un juguete era una llave inglesa.

De ahí que Vladimir comenzara su carrera no como médico, sino como mecánico. No de los que cambian bujías, sino de los que se preguntan si un corazón se puede reparar como un carburador. A los 20 años ya estaba injertando corazones artificiales en perros. Si usted no ha reparado ni la tostadora, ya va entendiendo que este tipo jugaba en otro torneo.

Pero lo más perturbador no fue su obsesión por los trasplantes. Fue su convicción, inquebrantable, de que todo lo vivo es, en esencia, un rompecabezas. Y como cualquier mecánico con demasiado tiempo libre y poca supervisión ética, no tardó en intentar armar su propio Frankenstein… Versión canina.

Uno. Mientras los demás estudiantes de biología en Moscú diseccionaban ranas, Demikhov se convirtió en el primer estudiante universitario del mundo en construir un corazón artificial funcional. Se lo puso a un perro, que sobrevivió dos horas, que en términos soviéticos equivalieron a “éxito rotundo”. Publicó su hallazgo en el periódico estudiantil, lo cual sólo aumentó el asombro general y probablemente el miedo de sus vecinos.

Durante la Segunda Guerra Mundial, entre cadáver y más cadáver, trabajó como forense y patólogo. Volvió a casa con medallas, y con determinación trajo un proyecto: vencer a la muerte a bisturí limpio. Lo que siguió fue una carrera quirúrgica entre lo sublime y lo demencial, marcada por 24 intentos de injertar la cabeza de un perro sobre el cuerpo de otro. Sí, 24 intentos. El último en los ‘50, fue todo un éxito según estándares muy específicos (y posiblemente discutibles). El perro bicéfalo podía ver, oír, olfatear y tragar. Tragar, eso sí, sin mucho sentido práctico, ya que lo que el segundo perro ingería salía por un tubo al suelo. La criatura vivió cuatro días. El problema fue una vena mal cerrada. Nada del otro mundo, si ya había sobrevivido a una guerra y una tesis doctoral en cirugía exprés.

Dos. Lo que poca gente recuerda —porque el morbo pesa más que la memoria— es que Demikhov fue el padre de la “transplantología”. Él inventó el término. No sólo se dedicó a hacer canes con más cabezas que sentido común: también perfeccionó trasplantes de pulmones, hígados, riñones y corazones, abriendo el camino a la cirugía moderna. En 1953 logró que un canino viviera siete años con un corazón trasplantado. Pero, claro, eso no salió en la tapa de LIFE Magazine. Lo que salió fue el perro con dos cabezas, uno bostezando y el otro mirando fijo, como si supiera que iba a terminar en una crónica sarcástica medio siglo después.

Los norteamericanos, con menos prejuicios que ideas propias, lo visitaron fascinados. Y luego, Christiaan Barnard, nacido en Beaufort, Sudáfrica, quien en 1967 realizó el primer trasplante de corazón humano con éxito y declaró que su inspiración había sido el soviético de los injertos locos. A veces, para llegar al corazón de un hombre, hay que pasar por el cuello de un perro. Pero a la par de los logros médicos, las polémicas crecían como hongos radioactivos. Cuando Demikhov propuso en 1965 la creación de un banco de órganos humanos, sus colegas lo acusaron de locura, herejía y falta de espíritu revolucionario. Le cerraron el laboratorio. A los pioneros los fusilan, aunque sea con trámites administrativos.

Terminó trabajando en el Instituto Sklifosovsky hasta su jubilación en 1986. Mientras tanto, en Estados Unidos, Robert White realizaba trasplantes de cabeza en monos. Uno de ellos, tras despertar en un cuerpo nuevo, intentó morder al cirujano con furia filosófica antes de morir indignado al día siguiente. El legado de Demikhov, al parecer, también incluía crisis existenciales.

Tres. Las preguntas que dejó Demikhov no son médicas. Son éticas, filosóficas y un poco psicodélicas. ¿Hasta qué punto se puede experimentar con la vida antes de deformarla? ¿Es la ciencia un dios ciego que cose sin preguntar? ¿Cuántas cabezas puede tener un perro antes de que se lo llame monstruo?

Sus experimentos no eran inéditos. Ya en 1908, Alexis Carrel y Charles Guthrie habían probado sin éxito la misma operación. En los ‘20, Sergei Brukhonenko mantuvo viva la cabeza de un perro usando un «auto-inyector» que parecía diseñado por Tesla y pesadilleado por Dostoyevsky. Hasta Il’ya Ivanov, otro ruso, quiso cruzar humanos con simios, aunque eso ya suena más a casting de película. Pero fue Demikhov quien lo llevó al extremo operativo: injertar, soldar, viviseccionar como si la anatomía fuera una ferretería en una esquina de barrio. Y aunque sus animales con dos cabezas no servían para mucho, su trabajo sí tuvo sentido: demostrar que la vida es un sistema modular.

El cirujano murió en 1998, en un modesto apartamento a las afueras de Moscú, justo cuando el Estado ruso decidió otorgarle el reconocimiento que nunca le habían dado. Le entregaron la Orden al Mérito por la Patria… y poco después se murió. No por ironía, sino porque 82 años de controversias son suficientes hasta para el más cabezón de los tordos. Hoy, cada vez que alguien recibe un órgano que le salva la vida, le debe un guiño —aunque sea mental— a ese médico loco que empezó como mecánico, se obsesionó con Pavlov, y terminó creando bestias que parecían salidas de un laboratorio de ciencia ficción… pero que fueron, en el fondo, el primer ladrido de una medicina futura.