Las acacias flamean por el viento y cada tanto se escucha el tronar de una rama que se estrella contra el pasto. No se apaga el siseo intenso, penetrante. No es, esta vez, el mar que brama desde el horizonte sino el aire furioso que llega del noroeste. Crujen los pinos, el bosque se asemeja a una de esas imágenes vibrantes de los viejos televisores de tubo. Hace rato que los nubarrones convirtieron al cielo en uno solo, teñido de un gris intenso que pasó de amenazar a desbordar su descarga con furia. Amengua sólo de a ratos. Es sólo una breve pausa en la tormenta. Es una piña que pega contra el techo de zinc, o un postigón que se sacude contra la ventana. Es la leña que pega un respingo, un crujido, una estridencia, cada vez que la llama se devora un trozo de madera. Es la enésima ocasión en que la traversera de Ian Anderson reinventa la melodía de ese maravilloso Bourée, configurado en una melodía de rock, tan bucólica como la tarde lluviosa. Es la playa revuelta y enardecida que se adivina a un par de cuadras. Es la casa de troncos que parece vibrar y reacomodarse en cada trueno. Es la luz pálida que parpadea para anunciar que la oscuridad no es sólo factible sino probable. Es el cosquilleo que perfora el disfrute que provoca la tormenta detrás de los cristales. Es el café que sigue humeando. Es un ladrido lejano y otro más, y su continuidad en modo de aullido, casi una queja animal. Es la monotonía de millones de verdes que cada gota de lluvia recrea en una flamante tonalidad.

Es la crónica de un temporal anunciado.

«Hay que apechugar, aprovisionarse de leña y de ron. Y guardarse. Nunca viene mal una tarde de lectura», recomendó Santi hace unas horas, caminado por la arena, emponchado hasta los dientes, señalando el horizonte y advirtiendo que desde allá llegará el vendaval. Tanto mirar al mar, tanto sentir su hedor, estudiar su color, analizar sus movimientos, encontrar info en la propia naturaleza, por vivirla, por transitarla, reconocerla, palparla, disfrutarla, amarla. A la playa, al mar, a las piedras, a todo el pueblo, a cada uno de esos rincones, a los silencios, a sus melodías, a sus momentos.

Un nuevo chaparrón furioso. Llueve y cada tanto las gotas repiquetean en el vidrio. El sillón rojo apunta hacia ventanal. Escenario ideal para una obra maestra. En la mesita ratona esperan dos libros. Es época de policiales, y la duda pasa por Juan Sasturain o Sergio Olguín. Los de Vázquez Montalbán y Henning Mankel ya reposan, aún tibios, en el estante de los gozados con avaricia. También aguardan en la compu el episodio de Bron/Broen y la peli griega The Other Me. Patricia los recomendó sin saber que serían el más sabroso manjar para una noche en que los cielos descargaran su saña, allá afuera.

Porque a pesar de todo, llega la noche. Esa noche de asado. La lluvia que cae sobre el techo galvanizado, que con sus sinusoides genera una cortina intermitente sólo traspasada por el haz de luz que llega desde lejos. El chardonnay bien frío parece haber nacido de esas gotas brillosas que caen del cielo. La copa no se vacía por arte de magia. La garganta no se templa sólo con la bebida, más helada que la noche. La radio replica un relato futbolístico que llega desde el otro lado del río. Resulta extemporáneo. Lo es. Y cuando el volumen se reprime, el silencio impacta, como durante toda esa aguda y prolongada tormenta, aunque las brasas de la parrilla decoren los espacios y estimulen el paladar que entrará en éxtasis apenas un rato después… 


Pasó la noche. No pasó la tormenta. Le quedan retazos, chubascos entrecortados, chaparrones pesados intercalados con silencios fríos que calan los huesos. ¿Por qué será que los reportes meteorológicos mencionan que «mejorará» el clima, cuándo insinúan que se detendrá la lluvia? ¿Desde cuándo es mejor o peor que no llueva?

Ahora garúa y la caminata es propicia. El repiqueteo en la capucha del camperón remite a una lejana función amatoria en el alma de una carpa. Unos árboles raquíticos dejan que sus ramas imiten la ruta del viento. Están pelados. Sutiles invasores entre leguminosas que en pleno invierno se reinventan con unas flores que le roban el amarillo a la savia.

El camino hacia la playa es lento. En el fondo se divisa el mar que le imita la tonalidad a las nubes. Vuelve a llover, una vez más. Los botecos sobre la arena húmeda, exhuman soledad absoluta y es extraordinario que el vendaval no haya hurtado el cartel que anuncia tortas fritas: da para ilusionarse, para caer de inmediato en la realidad, para cavilar que mordisquear esa masa con chicarrón sería fantástico. Mirando el mar, que ya está ahí, al alcance de unos pocos pasos sobre la arena.  

Aminora la lluvia y el temporal entreabre las ventanas de una caminata contra el viento. Se siente su fuerza, resiste en cada paso. Cada soplido que se filtra por el abrigo, la insistencia del viento en clavarse en resquicios de piel expuesta. Esa hendija entre el gorro y el cuello de lana que sólo admite los imprescindibles anteojos.

Sabe de memoria cada una de las respuestas, pero goza con ellas y, por lo tanto, insiste en las recurrentes preguntas. ¿Por qué está tan feliz? ¿Qué alimento mágico significa ir a leer a la playa, bajo el abrazador sol de verano, o como ahora, debajo de una manta gris que lo cubre todo, acurrucándose en un médano, o debajo del techito de la guarida del guardavidas, quitándose un guantes sólo cuando la mano diestra debe trocar la página? ¿Porque es tan subyugante el mar? ¿Por qué las olas jamás repiten ni la forma ni el movimiento? ¿Por qué la retirada de la playa nunca puede obviar al menos una pisada por esas piedras milenarias, gastadas por el tiempo, horadadas por el mar, testigos mudos de cada día y de cada noche, de cada sol, de cada borrasca? ¿Por qué la acción de apoyar la yema de los dedos cuando la ola helada se muere en la costa, remonta el pensamiento y el alma a un viaje por la inmensidad del mar?

A fin y al cabo, ese racimo de evocaciones y percepciones, ¿no evocan a la felicidad?