«Prefiero la traición a la irrelevancia». A confesión de parte, relevo de prueba: Miguel Ángel Pichetto defendió la ética y la indignidad de la derecha argentina. Hasta desbarrancar. Iba a votar, segundos después, un mamarracho jurídico que aún debe pasar nuevos filtros, pero que va en camino de modificar seriamente los estamentos nacionales. Con la excusa de darle gobernabilidad a un presidente flamante, en realidad, implementan un ajuste descomunal en la economía argentina.

Ese legislador, como los demás, descuenta que jamás deberá rendir cuentas, ni a los que lo votaron ni a la Justicia. Con natural hipocresía, como si hubieran nacido políticamente de un repollo, lanzan culpas hacia atrás y con una soberbia que hiere, intentan disimular los hilos de los titiriteros del poder real, político, económico y mediático. Si algo aprendieron es a ser rehenes de la prensa hegemónica, la misma que –otra vez– tergiversa impunemente la realidad para justificar los delirios guerreros de Bullrich y su represión a mansalva. O la incontinencia patética de operadores como Espert.

No importa el nivel de indignidad, permeable hasta a los agravios presidenciales. Eficientes verdugos: muchos otros en su lugar, no podría mirarse al espejo. Si no avanzaron más fue por la descomunal disputa por el botín, la repartija del saqueo, en medio de un gobierno que mientras dice no ceder un tranco, se prosterna ante todo lobby. Un Milei que recibirá atribuciones especiales. Daría vergüenza si no diera profundo dolor ver a un gobernante desquiciado con ínfulas monárquicas que sale de su refugio de enajenación para saludar el horizonte vacío, sin siquiera claques que lo celebran. Ya pasó con Macri, lo que es una muestra de que todo puede empeorar.

Mientras el DNU sigue vigente, derogando unas 70 leyes y modificando otras 300, nada menos, la megaley (avanzan y retroceden: siempre algo queda) garantiza ajuste, exclusión, hambre, pobreza, represión, entrega al FMI y reglas a la medida de los dueños de la pelota. Vaya novedad. Martínez de Hoz amparado en la dictadura más atroz; Menem, bajo la teoría de la muerte de las ideologías; el fallido correlato delarruista; el macrismo que, con discutible eficiencia, se dedicó a derrumbar el modelo kichnerista.

Se podría ir más atrás aún en la historia. Se podría arrancar en los albores de la república, o del yrigoyenismo, o del peronismo. Pero al menos en este último medio siglo se cumple ese movimiento pendular que hoy exhibe a la clase dominante con la lección aprendida y el látigo en la mano. Experimento brutal, arrasador, desembozado. Neoliberalismo explícito.

Enfrente, la derrota. La perplejidad que produce todo trauma brutal, incluso en política. Una ensalada sazonada con buena dosis de impotencia, bastante de incapacidad, otra de escasa voluntad de enchastrarse en el barro y la apuesta a «dejar hacer» más allá del daño que produzca, más una pizca importante de soberbia, aunque arda la urgencia de las cuestiones que no tienen remedio. «Padre, deja ya de llorar, que nos han declarado la guerra», clama la súplica serratiana.

Es la derecha robustecida, aun en su caos, para avanzar en la construcción sólida de una estructura dominante, frente a una resistencia aturdida, deprimida, desorganizada y sin saber qué trole hay que tomar. Tal vez, haya que apelar a «las fuerzas del cielo» para que la teoría del péndulo se cumpla más temprano que tarde y que la capacidad de reacción del peronismo, como vanguardia de la resistencia, tal como pasó ante otros desarrollos neoliberales, encuentre la llave del regreso. Antes de que sea demasiado tarde.

«La derecha aprendió. A principios de siglo los agarramos aturdidos», dice Rafael Correa en estas mismas páginas. También: «Si no se asume el adversario que es la prensa hegemónica, seguiremos perdiendo batallas».

«Ustedes se quedan con la ley, nosotros con los discursos», fue otra de las perlas que dejó Pichetto, jugando al rol del taita que se las sabe todas, fatigado pero consciente que lo decía ante las cámaras de la televisión. «