Es claro que el paro nacional del jueves 9 tuvo costos.

El gobierno, los empresarios y los medios de comunicación afines reprodujeron cálculos de economistas del establishment con una cifra: la economía perdió unos 550 millones de dólares. En ese número incluyeron todo lo que se dejó de producir y los servicios que se dejaron de prestar ese día.

La respuesta desde los sindicatos fue: «Eso indica que quienes crean la riqueza son los trabajadores», como dijo Rodolfo Aguiar, secretario general a nivel nacional de los estatales de ATE.

Hay otra perspectiva. Las medidas de fuerza que realizan los trabajadores tienen costos directos sobre ellos, implican sacrificios personales –por caso, los obreros del subterráneo quedándose toda la noche del miércoles 8 al jueves 9 en los talleres para asegurarse que la empresa no pondría en marcha el servicio–.

También sacrificios económicos: muchos asalariados verán mermadas sus quincenas o mensualidades por la decisión ilegal de las empresas de descontar el día en una clara retaliación por haber llevado a cabo la medida de fuerza. La inasistencia implicará también la pérdida de adicionales, como el «presentismo».

Los millones de trabajadores que pararon el jueves tienen claridad sobre las secuelas que deja su decisión, perspicacia que llega incluso hasta los más vulnerables, como los no registrados, o los registrados pero no organizados sindicalmente, con escasas posibilidades de pelearle a las empresas el cumplimiento de sus amenazas.

¿Por qué paran, entonces? Por la necesidad de ponerle un límite a la política económica del gobierno de Milei, sostenido por los grandes círculos financieros nacionales e internacionales, la industria extractivista, los monopolios y las privatizadas.

Los trabajadores –ocupados y desocupados, en actividad y en retiro– son los principales perjudicados por esa política. La veloz caída del poder adquisitivo de sus ingresos, el rápido aumento de los despidos, la licuación de los haberes y la reducción de los beneficios sociales plantean un futuro inmediato con peores condiciones de vida para personas que ya vienen golpeadas.

El gobierno nacional intenta convencer a la población de que esa ecuación, pocos beneficiados y muchos perjudicados, es necesaria para tener un futuro promisorio. El paro es un cachetazo a esa pretensión.

Es decir, los trabajadores tomaron la decisión de parar en defensa propia y asumiendo los eventuales costos que la decisión traería aparejados.

No fue la misma reacción de la clase media, la pequeña burguesía encajonada entre la clase obrera y la capitalista. Un sector de ella eligió violentar el paro, especialmente el compuesto por comerciantes, profesionales, emprendedores y funcionarios de carrera, quebrados por las deudas y la caída de las ventas desde la pandemia a esta parte.

Este sector también sufre la recesión económica que se está convirtiendo rápidamente en depresión, pero elige encontrar enemigos entre los asalariados y los pobres antes que apuntar sus cañones políticos hacia donde corresponde. El paro no los atrajo. Quizá los trabajadores deban repensar los objetivos de su lucha de cara a la realidad local e internacional, en la que están en juego conquistas sociales históricas. Quizá ya no alcanza con tratar de imponerle límites al gobierno.